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Retrato de un conquistador

Arrogante, valiente y galante, Pedro de Alvarado conseguía ser cruel y encantador a la vez. Era un hombre de guerra persiguiendo la gloria en las tierras recién “descubiertas”.

Pedro de Alvarado, era un hombre admirado por sus logros en el campo de batalla. (Foto: Hemeroteca PL)

Pedro de Alvarado, era un hombre admirado por sus logros en el campo de batalla. (Foto: Hemeroteca PL)

“No tiene este hombre talle de haber hecho lo que de él me han dicho”, dijo Carlos I de España al conocer a Pedro de Alvarado, conquistador y gobernador de Guatemala. Corría 1537 y era la segunda vez que el Adelantado viajaba a Castilla desde que zarpara rumbo al Nuevo Mundo, 27 años antes.

Había llegado a la Corte acusado de descuidar sus labores como gobernador para marcharse a una expedición a Quito. Sobre su imagen planeaba todo un rosario de denuncias: abusos contra los “naturales”, fraude en el pago de impuestos a la Corona, desigual reparto de encomiendas. Sin embargo, el mismo monarca al que escamoteaba tributos se negaba a creer las acusaciones.

Había llegado a La Española (Santo Domingo) con sólo 25 años, en compañía de sus cinco hermanos. Allí se hizo amigo de Hernán Cortés, a quien le unía “la profesión de las armas, la educación esmerada, la ambición de la riqueza y de la gloria, no menos que la afición a las aventuras galantes”.

Las crónicas lo retratan como un personaje con notable magnetismo, al que admiraban por igual hombres y mujeres: ellas, por su atractivo físico; ellos, por su intrepidez.

En palabras de Bernal Díaz del Castillo, era de “muy buen cuerpo y bien proporcionado, y tenía el rostro y cara muy alegre, y en el mirar muy amoroso, y por ser tan agraciado le pusieron por nombre los nativos Tonatio, que quiere decir sol, era muy alto y buen jinete (…) franco y de buena conversación (…) en todo era agraciado, que pareciera que se estaba riendo”.

Sin embargo, debajo de su brillo exterior se escondía un corazón ambicioso. Junto a su amigo Cortés, se lanzó a la conquista de México, donde demostró las dotes que le dieron prestigio ante la tropa.

Era arrogante, valiente, impulsivo, audaz y, a veces, temerario. A su imprudencia se debió, por ejemplo, la llamada Noche Triste, el 30 de junio de 1520, cuando por temor a una sublevación —ya que se había quedado solo en Tenochtitlán, con 80 soldados— Pedro se adelantó y asesinó a los nobles congregados en el Templo Mayor.

El asunto provocó un feroz alzamiento de los aztecas que obligaron a los españoles a huir precipitadamente, no sin sufrir numerosas bajas. Como dejó escrito Díaz del Castillo, sus soldados, hombres curtidos en batallas europeas, “juraron muchas veces a Dios que guerras tan bravosas jamás habían visto”.

Cortés no dudó en castigar a Alvarado por ocasionar semejante insurrección, pero lo mantuvo en el cargo. A pesar de tener personalidades muy distintas, sabía que era el mejor lugarteniente en el campo de batalla. A Cortés le interesaban las culturas indígenas y le conmovía la belleza del Nuevo Mundo.

En cambio, de los testimonios de puño y letra de don Pedro se deduce que a éste sólo le preocupaba describir la actitud guerrera de los indígenas para justificar su propia dureza. Cortés era un militar, pero también un político y un notable organizador. Tonatiuh era un hombre de guerra.

Prefería ser temido

Cuando fue enviado a conquistar las tierras del sur compensó la inferioridad numérica de su ejército con la dureza de sus métodos, y la búsqueda de aliados a los que no supo recompensar.

Sólo con la ayuda de los k’aqchiqueles pudo derrotar a los tzutuhiles y a los q’uich’es, pero una vez logrados sus objetivos, Alvarado también se volvió contra ellos. Quería que los señores le proporcionaran mil 200 pesos de oro y, de acuerdo con los Anales de los kaqchikeles, los amenazó diciendo: “Si no traéis con vosotros todo el dinero de las tribus os quemaré y os ahorcaré”.

A juzgar por las duras críticas de Fray Bartolomé de las Casas —quien lo menos que le llamó fue “infelice malaventurado tirano”— no se andaba con muchos miramientos para pasar del dicho al hecho. No en vano explica Fray Antonio de Remesal que “más quiso ser temido que amado”.

Era el mismo hombre capaz de comandar las masacres de Itzcuintlán (Escuintla) y Cuzcatlán (San Salvador) y, poco después, escribir en referencia a las tierras guatemaltecas: “Aunque he procurado simular el dolor de su ausencia no he podido (…) Una cosa solamente os suplico, que en esa provincia haya toda concordia y amor”. ¿Es este dualismo prueba clara de una retorcida perversión?

“Tuvo muchos defectos, pero también virtudes dentro de aquel medio. La conquista fue un hecho militar y él era un buen estratega. Fue admirado por sus éxitos en la guerra, pero lo que eran cualidades en aquella época, hoy no son precisamente virtudes”, opina el historiador Jorge Luján.

La biografía escrita por Adrián Recinos lo describe como un hombre heroico, valiente, rapaz, cruel, donjuanesco y místico. Era “jugador, mujeriego, pródigo, de modales distinguidos y caballerescos, casi como un personaje de novela”.

Los hechos son que incluso después de la Conquista de Guatemala, siguió prefiriendo el campo de batalla a la política. Ocupó el cargo de gobernador durante 17 años, pero no ejerció ni la mitad de ese tiempo.

Según De las Casas, estaba obsesionado por hacer esclavos y llegó a tener 12 mil indígenas en encomienda. Sin embargo, sus acciones indican que era más ambicioso que avaricioso. Anhelaba las riquezas para financiar nuevos proyectos . Ganó mucho y lo gastó todo. Al morir, adeudaba a más de 40 personas.

Sed de gloria y aventura

A Tonatiuh le movía la insaciable búsqueda de gloria, y, como analiza Rufino Blanco Bombona en El Conquistador español del siglo XVI, no era diferente de sus compañeros.

Eran hombres que “lo preferían todo a la vida sedentaria y agricultora. Eran bien españoles: preferían la guerra y la muerte, dejándole la puerta abierta a la fortuna, antes que la vida de esfuerzo continuo y metódico”, dice Blanco, para quien queda claro que padecían de una “psicosis viajera y de una ilimitada sed de aventuras”.

Antes de morir, Alvarado planeaba una expedición a Las Molucas (Indonesia), pero con antelación a su marcha fue llamado para sofocar un levantamiento en Nueva Galicia (Jalisco). Allí encontró la muerte de manera absurda para un superviviente como él: fue arrollado por el caballo de un compañero que se desbarrancó por una ladera mientras huían de los chichimecas.

¿Arrepentimiento?

La agonía duró varios días y los testigos afirman que al preguntarle dónde le dolía, respondía: “Me duele el alma”. ¿Un examen de conciencia de última hora?

Su testamento lo escribió su amigo el obispo Francisco Marroquín, un hombre que le criticó por sus métodos, pero que le apreciaba a pesar de todo.

“Para el descargo de la conciencia del dicho Adelantado y conforme a lo que yo con él tenía comunicado e platicado, y a lo que sabía de su voluntad, digo: que dejo por libres a todos los indios esclavos que están en dicha labranza”, consigna Marroquín en referencia a sus encomiendas.

Le sobrevivió su esposa, Doña Beatriz, quien ordenó pintar su casa de negro, por dentro y por fuera, y la cual, en un exceso melodramático, firmó el acta que la nombraba como la primera mujer gobernadora de América como La Sin Ventura.

Probablemente nunca se imaginó hasta qué punto el apelativo respondía a su destino, pues poco después murió en un deslave proveniente del volcán de Agua.

De los hijos, sólo uno perpetuó su estirpe: doña Leonor, nacida del amor más duradero de su vida, la princesa tlaxcalteca Doña Luisa Xicontencatl.

La hija del Adelantado era el fruto del mestizaje de dos mundos, por eso hay quienes la consideran como la fundadora de la nación guatemalteca.

https://www.youtube.com/watch?v=f3n2maScTnM

“Verónica”, en las notas de la marimba Chapinlandia. (Video: Tomado de You Tube)

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