Acto seguido, toman los datos de identificación, por si nos perdemos en el aterrador sitio. “Cigarros, por favor. Si nos dan cigarros, los acompañamos a dar una vuelta, de lo contrario, vayan ustedes solos”, nos dicen, amablemente, varios centinelas.
El aire sopla fuerte, la lluvia es fina y las nubes apenas dejan pasar la luz de la Luna. De inmediato, los guardianes empiezan a fumar, y nos presentan el hogar de los muertos.
La señal
La lluvia arrecia por momentos en el Cementerio General. La piel se eriza, no por frío, sino por el miedo que se experimenta al observar los miles de mausoleos y nichos. Flores, cruces, imágenes de ángeles que parecen que voltean a ver. Allí descansan los restos de Miguel García Granados, Justo Rufino Barrios, Raúl Aguilar Batres o Mario Monteforte Toledo; en una sencilla tumba, el novelista José Milla y Vidaurre.
Otra celebridad es Ignacio Zamora, el primer difunto enterrado en el lugar, el 1 de julio de 1881. Tenía 38 años de edad y era originario de Sololá.
Mientras contemplamos el lúgubre sitio, el guardia Víctor Aguilar empieza a contar historias, pero confiesa que nunca ha visto ni escuchado nada, en sus 20 años de laborar allí. Sin embargo, sabe de algunos que comentan sus experiencias: perros que desaparecen de un momento a otro, de un taxista que falleció al enterarse de que una señora que lo abordó estaba muerta; niños que corren y que desaparecen, o de mapaches que parecía que conversaban con la voz de dos mujeres.
Los cementerios también son refugio para ladrones e “inmorales”. Para unos aterrador, para otros excitante. Se afirma que muchos hombres llevan allí a sus mujeres para tener relaciones sexuales. Aguilar dice que en el General ya no sucede.
Son las 12 de la noche, el umbral entre un día y otro, cuando se supone que asustan. Silencio completo; los difuntos no tienen ganas de presentarse. Al estar a solas, el golpeteo de las gotas de lluvia contra el metal aceleran el corazón. Pero nada.
Llegamos al otro extremo del cementerio, y todo normal. Al regresar, por fin, aparece una señal: de un árbol sin hojas, sale volando un zopilote y tira su excremento. Las ánimas no dieron ninguna bienvenida, pero sí despedida.