El pueblo surge de lo que se le conociera como la milpa del obispo Marroquín, terreno otorgado a un vecino notable por haber participado en la conquista o sus servicios a la sociedad; “era más pequeña que una encomienda, destinada a sembrar maíz”, indica el cronista.
Fundada en la primera mitad del siglo XVI, se le denomina como San Juan Bautista de Guatemala. Un siglo más tarde, el nombre se modifica y queda como se le conoce hasta hoy, San Juan del Obispo, en memoria al prelado Marroquín.
Una fortaleza
“El pueblo era atendido por frailes franciscanos, quienes solicitaron establecer un convento para residir y ocuparse de mejor forma de la población kaqchikel”, indica Berdúo. Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán sitúa la construcción en 1668.
El convento muestra grandes y pesadas paredes, muy propias de esa época, como se indica en el libro Historia del Arte en Guatemala (Serviprensa Centroamericana, 1977): “Un elemento común a la arquitectura de los años posteriores a la Conquista es el tipo defensivo con que fueron construidos los monumentos principales; eran de tipo fortaleza, con atrios extensos”.
En el siglo siguiente, el XVIII, el convento dejó de ser habitado por los franciscanos por la expulsión que hiciera el régimen liberal, pero la parroquia siguió con sus actividades.
El deterioro por la inclemencia del clima y otros factores, además de las secuelas de los terremotos, hicieron que en el siglo XX, monseñor Mariano Rossell y Arellano (1894-1964) emprendiera con la restauración de una parte de la edificación, que un ala fuera destinada para la residencia temporal del prelado, a donde se retiraba a descansar en ese pueblo. “Ahora se conoce como el sector del museo”, explica el cronista.
En esta parte está la capilla privada o del obispo, como también se le conoce; tiene un retablo, donde se muestra el esplendor del arte de la época Colonial; recubierto de pan de oro, como dice Sor Glenda —de las religiosas del lugar—, o sea, las laminillas. La imagen principal es de la Virgen de la Soledad.
Otra fracción del convento fue ocupada en los años de 1960 como vivienda religiosa de los sacerdotes de la Congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, más conocida como de los Claretianos; al marcharse el arzobispado entrega el cuidado a las religiosas de Bethania, quienes hasta el día de hoy lo atienden. “Ellas tienen el gran mérito de las obras y conservación de todo el complejo, y ahora con la Fundación G&T Continental se hizo el guión museográfico”, destaca Berdúo.
El museo contiene piezas de imaginería en escultura y pintura que pertenecían al templo, de los siglos XVII y XVIII. También se observa el trabajo de artistas de épocas recientes, y un ejemplo de ello está en los patios rodeados de arquería donde hay elementos de alfarería —macetones en forma de copas con representaciones de frutas—. “Hechas de barro cocido con la técnica de la mayólica”, explica Berdúo.
En el museo se encuentra lo que fuera el mobiliario del arzobispo Rossell, el cual está casi intacto. En este se aprecia la delicadeza y los detalles de la talla en madera de los artesanos del pueblo, diseñados especialmente para el prelado, por lo que sillas o escritorios llevan su escudo.
De las primeras iglesias
En el interior del templo se conservan retablos de los siglos XVII y XVIII, que evocan que un día fue la capital del reino. “Este santuario es un buen ejemplo de que, a pesar del traslado de las funciones de Gobierno, lo litúrgico siguió funcionando”, destaca el cronista.
La edificación muestra cómo eran los diseños de las primeras iglesias, de una sola nave, con columnas de madera que sostienen el cielo falso apoyadas sobre base de piedra. “Estilísticamente, se le considera de las más antiguas, pues la mayoría son del siglo XVIII, y la única que queda en pie en el valle con características muy particulares, pues ha resistido los embates de los terremotos”, agrega Berdúo. Posteriormente, de acuerdo con la importancia y las necesidades de la población, los templos se ampliaban con naves laterales y cruceros.
La fachada es austera, ya que en ese entonces aún no se había desarrollado la serie de elementos ornamentales en la arquitectura. Sin embargo, en años recientes se descubrieron vestigios de pintura en la pared del frente. También es la única, en el valle, que tiene su mural a la vista, ahora restaurado. El cronista explica que se observan varias capas, ya que originalmente los nichos que eran de madera, primero les pintaban las imágenes, y después, al tener las esculturas, las colocaban.
El paso del tiempo, el humo de las candelas y el polvo aceleraron el proceso de oxidación del oro, por lo que algunos retablos fueron restaurados.
La plaza cuenta con cuatro capillas posas, que servían como escuelas de primeras lecturas y para representaciones del teatro sagrado, indica el libro Historia del Arte Guatemalteco. En la actualidad, durante la procesión eucarística se elaboran cuatro altares de descanso.
Según datos arqueológicos, la casa donde vivió el obispo Marroquín estaba al otro lado del atrio, junto a lo que ocupa ahora la escuela. “Era de dimensiones pequeñas y sencillas; en la actualidad ya no queda nada”, comenta Berdúo.
La vida de este pueblo está unida a este complejo religioso y, aunque han pasado siglos desde su construcción, aún es importante no solo para San Juan del Obispo, sino para toda Guatemala.
San Juan del Obispo
Localizado al sur de la cabecera municipal —Antigua Guatemala—. Por acuerdo gubernativo, del 23 de agosto de 1935, fue suprimido el municipio de San Juan del Obispo y pasó como aldea de San Pedro Las Huertas. Más tarde —el 27 de septiembre del mismo año—, lo anterior fue modificado cuando “el presidente de la República, Jorge Ubico, acuerda: anexar al municipio de Antigua Guatemala, cabecera del departamento de Sacatepéquez, los municipios de San Juan del Obispo y San Pedro Las Huertas, del mismo departamento”.