Su estudio Linaje y racismo es hoy un referente universitario que va por la cuarta edición, unido a una serie de libros que han continuado la investigación sobre este tema.
¿Cuáles han sido los hallazgos más notorios sobre el racismo en Guatemala?
Linaje y racismo fue el descubrimiento de cómo se movían las redes familiares y cómo se estructuraba el poder desde estas redes. Cuáles eran las estrategias de las familias para preservar el poder y consolidarlo aun en momentos de crisis y vacío.
Eso nos llevó a plantear cómo pensaban estas élites sobre “los otros”: los pueblos indígenas, y nos dimos cuenta de su visión discriminadora y racista. Seguían pensando que era una raza inferior e incapaz de regenerarse.
Linaje y racismo fue un shock que ha generado debate en la opinión pública y académica. Al preguntarme cuál será la clave, creo que fue denunciar un hecho evidente que nadie quería reconocer: somos racistas.
Sirvió de revulsivo a la clase dominante, y a los pueblos indígenas les sirvió para constatar algo que ellos padecían, pero de cuya magnitud no eran del todo conscientes.
¿Es que la mayoría no es consciente del racismo en este país?
No. El racismo es un elemento histórico estructural. Se ha convertido en parte de la vida cotidiana del guatemalteco. Uno oye “No seas ishtío” o “¡Ay, papito!” como frases que se emplean para designar a otro. No lo usamos para alguien de nuestro grupo. El colmo es que a toda mujer indígena le llaman María. Es una manera de ningunear al otro.
¿Se ha hecho un diagnóstico del racismo?
Discriminar a otro, no darle las mismas oportunidades educativas, pagar diferentes sueldos es algo ya medido, pues a causa de ello el país deja de crecer 3.3 por ciento del PIB (producto interno bruto).
¿Cómo se ha determinado esto?
Un estudio hizo un análisis comparativo en tres países. Tomó a la población indígena rural y ladina rural en extrema pobreza. El hijo de la mujer indígena tardaba 70 años en salir adelante, y el de la mujer ladina, 20.
Eso se midió en función de los costos de la discriminación. En lugares de población indígena hay menos escuelas, menos acceso a educación bilingüe, menos acceso a carreteras y desnutrición crónica. Esta discriminación se vuelve un condicionante que va restando oportunidades. Esto se midió con una fórmula matemática.
La clase dominante todavía no es consciente de que ser racistas nos cuesta muy caro. Es un costo para ellos y para el PIB del país.
¿Se le facilitó la investigación por pertenecer a una familia de abolengo?
Definitivamente; no lo podría hacer nadie que no perteneciera a la clase dominante.
Ahora dicen “no”, “no son como uno”. Es la chusma o el shumo que viene a sustituir el tema racial. Por ejemplo, en Facebook se ven cantidad de exclusiones en función del color de la piel. Este es el país de la pigmentocracia, donde el color de piel marca cuál es tu jerarquía social.
¿Hacia dónde vamos para superar este lastre?
Sí noto cambios. Soy la primera sorprendida en dar una clase en la Universidad Rafael Landívar y encontrar a alumnos que leen el libro. Me piden que firme el texto, el suéter, las fotocopias. Se convierte en un elemento de toma de conciencia. Es un libro que obliga a cualquier persona a tomar posición y asumir su condición.
Por otro lado, no es casualidad que en toda América Latina el único genocidio haya sido en Guatemala. El genocidio es la máxima expresión del racismo. No sucedió esto en El Salvador.
Creo que sí ha habido una toma de conciencia del racismo como instrumento de dominación, pero también de liberación.
El que entiende los mecanismos del poder a través de la discriminación sabe cómo combatirlos. Y para los pueblos indígenas ha servido como instrumento de lucha y liberación, sobre todo para las mujeres.