El camino fue difícil. “Pasamos hambre… vinimos solos”, dice con timidez, bajo el puente Anzaldúas, una enorme construcción de cinco kilómetros que conecta a México con EE. UU. en el sureste de Texas, y que se encuentra en Granjeno, un pequeño poblado en el condado de Hidalgo.
A este lugar, a diario, llegan decenas de migrantes de distintos países, confirmaron autoridades de la Patrulla Fronteriza de EE. UU. (BP, en inglés) a Prensa Libre, en una visita que este medio hizo a la zona.
En un lapso de aproximadamente dos horas y media, la tarde del pasado 15 de noviembre, llegaron cuatro grupos de migrantes centroamericanos —28 personas, entre adultos y menores— luego de haber cruzado el río Bravo y de caminar más de una hora a través de escabrosas veredas.
Quienes accedieron a hablar narraron su travesía llena de riesgos, y cómo tuvieron que salir debido a la violencia, las extorsiones que no permiten a un emprendedor comenzar un negocio en Honduras o El Salvador, por persecución política o porque querían reunirse con sus seres queridos en EE. UU.
Las razones que motivaron la salida de estos migrantes desde sus países eran distintas, pero todos coincidían en el alivio y emoción que les causaba estar en suelo norteamericano, la tierra de las oportunidades y donde los sueños se hacen realidad.
Testimonios
“No fue nada fácil —el viaje—, pero lo hice porque lo que quiero es un mejor futuro para mi niña”, decía visiblemente cansada, Ana Iris Leiva, de 31 años, salvadoreña de Ahuachapán, mientras a la par suya su hija de 3 años veía con curiosidad a los reporteros y las cámaras de los medios.
En similar línea habló Alba Luz, una migrante hondureña que llegó junto con su hija de brazos y que la travesía por Guatemala y México le tomó un mes. “Estuve preocupada porque mi hija a veces lloraba y lloraba, pero agarrada de la mano de Dios todo salió bien y aquí estamos”, expresaba el día en que se entregó a las autoridades y mientras eran asistidas por oficiales de la Patrulla Fronteriza.
“Gracias a Dios ya estamos aquí”, coincidía una mujer que se identificó solo como Verónica, originaria de Ilopango, El Salvador y quien llegó con sus dos hijos de 17 y 11 años.
En medio de lágrimas, un padre de familia hondureño también dijo confiar en que será admitido en EE. UU. porque su vida corre peligro en su país. Si estuviera viendo a mi familia ahora les diría “que estamos bien y que primeramente Dios vamos a cumplir nuestro propósito de estar aquí, porque no quiero que mi mamá sufra por verme muerto en Honduras”, dijo.
Los migrantes guardan esperanzas de ser recibidos, pero ignoran que las agencias del Gobierno de EE. UU. tienen la misión de detenerlos, procesarlos y deportarlos.
Su esperanza contrasta con la dura realidad. Datos oficiales que recopila la Universidad de Syracuse detallan que del 2017 al 2022, la mitad de los 636 jueces de inmigración de EE. UU. que conocieron estos casos negaron el 50 por ciento o más de las peticiones, algunos rechazaron el 80 y hasta el 90 por ciento de estas.
“Muchos hispanos vienen buscando asilo porque no hay trabajo, o por la criminalidad, pero solo si el gobierno —de los países de origen— los persigue o encarcela hay posibilidades”, expuso Miguel Vergara, director de la oficina de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, en inglés) en Arlington, Texas.
Privados de libertad
Las personas detenidas por la Patrulla Fronteriza son llevadas a un centro provisional de detención donde permanecen hasta 72 horas, para luego comenzar con el proceso de deportación por haber ingresado sin autorización a EE. UU.; sin embargo, oficiales de la BP aseguran que a todos se les da el derecho a presentar su caso y que es un juez de Inmigración el que decide si son devueltos a su país.
Durante la gira de trabajo por el sur de Texas, Prensa Libre visitó el centro de detención de Puerto Isabel, a cargo de ICE, a donde los migrantes son llevados previo a ser deportados. El tiempo de espera antes de la expulsión puede ser de 20 a 30 días, aunque en algunos casos, sobre todo cuando los solicitantes de asilo apelan un fallo de expulsión, pueden permanecer meses, y en al menos uno, el solicitante estuvo más de dos años, explicó Pedro Torres, supervisor del centro.
“Aquí no es una cárcel, la meta no es castigar a una persona”, añade Vergara. No obstante, al momento de su ingreso, mientras son registrados y clasificados según sus antecedentes, los migrantes permanecen en celdas de unos 20 a 25 metros cuadrados. Posteriormente son trasladados al área de dormitorios, unos módulos para 75 personas cuyo exterior está rodeado de alambres de púas y que tiene vigilancia las 24 horas.
Las autoridades no permitieron tomar fotografías durante la visita. Ese día un guatemalteco que estaba en uno de los pasillos, al parecer para dar seguimiento a su caso judicial, identificó la insignia de este medio, sonrió y pareció que quería hablarnos, pero tampoco estaba permitido hacer entrevistas.
“Aquí es un lugar seguro donde se proveen servicios mejores que en una cárcel”, destacó Vergara al finalizar la visita.
Fin del sueño
Al tener una sentencia de expulsión definitiva el migrante es enviado de vuelta a su país. En otros casos suele ocurrir que la desesperación se apodera de ellos estando en el centro de detención y prefieren firmar su salida voluntaria.
La madrugada del 15 de noviembre desde el aeropuerto de Arlington, Texas, 129 guatemaltecos fueron devueltos al país. En el grupo iban 26 menores de edad y en 20 unidades familiares.
Había mucho frío, la temperatura estaba a 12 grados centígrados. Cabizbajos, vencidos y decepcionados, uno a uno pasaban la rigurosa inspección de los agentes de ICE y luego abordaban el vuelo.
Tres horas y media después estarían de regreso en el país del que huyeron, que no les dio la oportunidad de una vida digna.