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Para los pequeños, y en ocasiones también para sus propios padres, una hoja en blanco se convierte en la mejor forma de plasmar lo que pasa en su interior.
“A través de los dibujos los niños trasmiten lo que no pueden decir con palabras, sus sentimientos se elevan y sus dibujos se vuelven un testimonio visual, honesto, auténtico e indiscutible”, explica a EFE sobre una sensación de “control y poder” que quizás han perdido frente a la migración y la separación familiar.
Algunos de estos dibujos se muestran en la “Galería de los Niños”, un cuarto que fue adaptado dentro del albergue para migrantes en que se convirtió el antiguo Monasterio Benedictino en la ciudad de Tucson (Arizona).
Tras escucharse el sonido de una campana que retumba en los pasillos hasta allí se acercan varias familias migrantes para su particular clase de arte.
“El principal propósito de este programa es proporcionar un lugar seguro de expresión, actividades a los niños y los adultos, trabajando con ellos a través del arte”, dice sobre una iniciativa casi única debido a que pocos albergues en la frontera tienen recursos y espacio para que los niños se expresen de esta forma.
“Los niños dibujan sus casas, sus animales, lo que dejaron atrás y, sobre todo, sus deseos para el futuro”, explica sobre unas creaciones “ricas en símbolos” como sus casas y escuelas, el entorno que las rodea y lo que dejaron atrás, como los seres queridos y sus mascotas.
No todo es negativo en unos dibujos en los que también destacan brillantes colores y caras sonrientes, símbolos de “esperanza” como el monasterio arizoniano que para muchos es el primer lugar “seguro” en el que están en mucho tiempo. Unos crean flores y otros pintan ojos y rostros llenos de alegría.
El arte como un idioma universal se convierte así en la forma de expresión de estos niños tras pasar difíciles momentos en el largo recorrido desde sus países de origen.
Después han tenido que enfrentar el duro proceso de cruzar la frontera y entregarse a agentes de la Patrulla Fronteriza, que les mantienen encerrados durante días en una fría celda sin apenas comida y donde tienen que dormir como pueden.
Lee James, quien trabajó en una iniciativa similar con refugiados salvadoreños en la década de los 80, explica que los niños que llegan al monasterio solo permanecen en el lugar pocos días, por lo que es poca la ayuda psicológica que se les puede dar, por lo que el arte es la mejor forma de liberar sus miedos y expresar sus deseos.
“Este pr
ograma es muy bueno, te distraes, te relajas, aprendes cosas diferentes, es bueno para mi hijo y para mí”, asegura a EFE el hondureño Darwin López, sentado con su hijo Antony López, de 6 años.
Mientras mira como su hijo dibuja, el padre dice estar muy contento de verlo sonreír otra vez después de una difícil travesía hasta Arizona.
“Pasamos días sin tomar agua, sin comer; fue muy difícil, bajo el agua, lloviendo y después mucho sol”, relata.
Esos malos recuerdos parecen haber quedado atrás para el pequeño Antony, quien utiliza una amplia gama de tonos coloridos.
Otra menor que también participa en la clase es Isidra Caibon, inmigrante guatemalteca, quien, junto a su hijo de 2 años, dibuja los girasoles que crecen de forma silvestre en su país.
“El café representa mi tierra, las flores la esperanza de dar a mi hijo una vida mejor y el azul es el color de mi bandera”, explica a EFE Caibon mientras coloca el diseño en una de las paredes de la galería.
Por su parte, Telesforo Herrera, un joven de 15 años inmigrante Guatemalteco indica a EFE que pintar lo distrae y le gusta imaginar que muy pronto podrá ir a la escuela en EE. UU., estudiar y terminar una carrera.
Para julio próximo se prepara una exhibición con algunos de estos dibujos y en un futuro tienen la intención de reunirlos en un libro que estará, sobre todo, lleno de ilusión por un futuro mejor.
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