Este año el número de víctimas de violación de 10 años creció 128 por ciento, con relación al año anterior. “Poco o nada se ha hecho por remediar la situación”, dice Mirna Montenegro, directora de la institución.
A Francisca la atacaron mientras iba a la tienda en Santa Eulalia, Huehuetenango. En el camino un hombre la agarró por detrás, la amenazó con un cuchillo y la llevó a un matorral, le tapó la boca, y la violó.
-Si dices algo, te mato- la amenazó.
La niña volvió a su casa. No llevaba ni los fósforos ni el pan que le habían encargado. Su madre sospechó que algo había pasado con su hija y pidió a su esposo que la llevarán al hospital. Francisca no tenía palabras para explicar lo que había ocurrido, por lo que creyeron que el agresor solo la había tocado.
Además, viven a dos horas del casco municipal, y su condición de pobreza no les permitía gastar en transporte el poco dinero que tenía para comer. De intentarlo, igual, llegarían al hospital entrada la noche. Decidieron esperar.
En la mitad de los abusos, las niñas ocultan el embarazo hasta que ya no pueden disimular el vientre abultado.
El de Francisca lo descubrieron a los seis meses porque enfermó, la llevaron al centro de salud y los médicos confirmaron que tenía 27 semanas de embarazo. La remitieron a la Clínica de Violencia Sexual del Hospital Regional de Huehuetenango, también al Ministerio Público para que investigara la agresión, pero no pasaron de registrar el hecho, porque la familia no se presentó a realizar la denuncia y no había conflicto de intereses. El caso no fue judicializado.
El Código Penal establece que los embarazos en niñas menores de 14 años son producto de abuso sexual, y deben ser denunciados ante las autoridades. Pero pocas veces ocurre.
En el 2017, solo el 2% de los casos denunciados llegaron a juicio, a un proceso penal que no siempre termina en condena. “No se ve a la niña como una sujeta de derecho, sino que siempre se justifica lo que sucedió”, dice Montenegro.
La ubicación de las instancias de justicia dificulta la denuncia inmediata. Si deciden hacerlo, las familias de las niñas deben tener dinero disponible para trasladarse de su comunidad a la cabecera municipal o departamental para hacer la denuncia. Son varios viajes para darle continuidad al caso.
La vida de Francisca estuvo en peligro. Su cuerpo de niña no estaba preparado para traer un bebé al mundo. Después del parto mostró signos de depresión y rechazo hacia su hijo.
–Toma al niño, acércalo a tu pecho– le decían los médicos.
Peros sus senos eran aún pequeños para amamantar.
–Es lo mejor para el pequeño– le decían.
Ahora Francisca vive con su bebé en una casa en donde antes eran seis hermanos y sus padres. El bebé pasó a ser la prioridad en una familia en la cual conseguir el alimento diario para subsistir no es fácil.
En la mitad del país
Este año en once de los departamentos, la mitad del país, se registraron casos similares al de Francisca. El 25 por ciento ocurrió en Sololá, en el altiplano del país, donde las condiciones de pobreza en las áreas rurales son elevadas, y donde patrones culturales y el sistema patriarcal están enraizados en las comunidades.
“Es una relación de poder donde se piensa que el cuerpo de las mujeres es parte del patrimonio masculino. El papá dice: Es mi hija, yo puedo hacer con su cuerpo lo que quiera”, dice Montenegro.
Tres de cada diez de esos embarazos son producto de abuso del padre. En seis de cada diez casos el agresor es otro pariente o conocido de la familia, solo uno involucra a un desconocido.
Por la carga de trabajo de las instituciones de justicia no se da prioridad a estos casos. Se suspenden audiencias y las trasladan de fecha sin considerar el esfuerzo físico, emocional y económico que implica para la familia y para la niña acudir al juzgado. Tampoco hay pertinencia cultural por parte de quienes toman la denuncia. Guatemala es un país donde se hablan 22 idiomas mayas, más el castellano y el xinca.
Las víctimas que hablan deben estar dispuestas a repetir su relato una y otra vez. Y en determinado punto del proceso, es común que las enfrentan a sus agresores.
“Mejor ya no sigo porque no encuentro justicia”, ha escuchado decir a una víctima de abuso Ana Victoria Maldonado, coordinadora de programas de Osar.
Detrás de los embarazos de niñas y adolescentes hay muerte. Cerca de 40 muertes maternas se han reportado entre jóvenes de 15 y 19 años, y un deceso de una niña menor de 14.
Sin protección
Según Maldonado de León no hay una respuesta por parte del Estado para proteger a las niñas que viven una maternidad forzada y que son abusadas.
En Baja Verapaz, actualmente el Osar apoya los casos de cuatro niñas madres. A una de ellas, la justicia la sacó de su hogar y la derivó a un albergue junto a su bebé. Unos meses más tarde la devolvieron al entorno donde comenzó la pesadilla. El agresor seguía viviendo en esa casa.
“Sigue siendo víctima de violencia sexual”, dice Montenegro. “Es una cadena de vulnerabilidad y violencia que no hemos logrado romper”.
La niña volvió a quedar embarazada. Todavía no cumplió los catorce años.
*Esta nota fue realizada en el marco de la beca Cosecha Roja, como parte de la Red Latinoamericana de Periodistas Judiciales.
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