Dos semanas después, la tormenta Iota terminó de derribar lo que la anterior dejó en pie. Cerca de 685 mil 260 personas resultaron damnificadas por las inundaciones en el departamento. El apoyo llegó en los primeros días, pero luego se agravó la crisis. Permanecer en los albergues no es opción. Lo perdieron todo, pero no las ganas de luchar. Para muchos comienza el éxodo a lo que fue su hogar, mientras otros mantienen la esperanza de encontrar un espacio dónde comenzar de nuevo.
Bajo el agua
En Campur, comunidad de San Pedro Carchá, más de 600 viviendas quedaron bajo 25 metros de agua durante las tormentas. Poco a poco, la inundación comenzó a ceder. El pasado 13 de enero quedaban algunos charcos en la parte más baja del lugar, cerca de la iglesia.
La casa de Elena Tiul está en ese punto. Su vivienda estuvo cubierta por el agua durante más de ocho semanas, tiempo en el que, con su esposo y sus tres hijos, ha permanecido albergada en una escuela ubicada a la entrada de la comunidad. Otras 30 personas comparten su historia. Pero tienen los días contados en el albergue, el próximo 15 de febrero comienza el ciclo escolar en el sector público y tendrán que salir de allí.
La casa de Elena fue de las primeras en anegarse. Recuerda que comenzó a llover el 4 de noviembre, y dos días después el agua empezó a subir “hasta explotar toda la comunidad”, dice. En 72 horas se inundó, y solo les alcanzó el tiempo para salir con la ropa que tenían puesta.
Ahora que el nivel del agua bajó, la familia ha ido a limpiar la casa, con la esperanza de volver, pero el suelo está totalmente agrietado. Adentro hay un lodo espeso maloliente que no ha sido fácil de sacar. Y, aunque logren hacerlo, deben esperar la autorización de la municipalidad.
“Cuando empezó la lluvia, pensamos que era algo normal, que no se inundaría Campur. Cuando amaneció el lunes —9 de noviembre— tembló, hubo un derrumbe a la orilla de la carretera. Allí salieron dos nacimientos de agua”, recuerda Ana Isabel Acté, una maestra que tuvo que dejar su casa, que construyó con un préstamo bancario.
Con la inundación perdió su hogar, y le quedó una deuda de Q85 mil. Ella también está albergada en la escuela, con sus dos hijos. Rescató una máquina de coser, que hoy es su herramienta de trabajo y le ha permitido conseguir algunos quetzales para sobrellevar la crisis.
“Tenemos que regresar; no tenemos a dónde ir”, dice Ana Isabel con desconsuelo, pues en tres semanas tiene que buscar un nuevo sitio para dormir.
La Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred) realiza un estudio de suelos para establecer si es seguro que Campur vuelva a ser habitado. Según David de León, vocero de la institución, el informe estará listo en los próximos días.
Bajo el lodo
El dictamen también revelará si es seguro que en la Escuela Oficial Rural Mixta Profesor José Domingo Beltetón, que durante 50 días estuvo cubierta de agua, los estudiantes reciban clases este año.
Marco Tulio González, coordinador de infraestructura escolar de la Dirección Departamental de Educación, del Ministerio de Educación (Mineduc), dice que en Campur ocho centros educativos se inundaron. También se destruyó mobiliario escolar —escritorios, cátedras, pizarras— y material didáctico. La población afectada es de mil 752 escolares.
Izabal y de Alta Verapaz fueron los más impactados por Eta e Iota. Se reportan 447 escuelas con problemas en su infraestructura, principalmente en techos, servicios sanitarios y conexión eléctrica. La situación pone en riesgo a 67 mil niños que no podrían volver a clases presenciales.
En Campur el daño es más severo que en el resto de las comunidades, por la topografía.
“La preocupación es del nivel del suelo hacia abajo. La parte física del módulo (escuela) es habitable, necesita una rehabilitación de techo, puertas, ventanas, mobiliario, luz, pintura, limpieza. La estructura está estable, pero no sabemos estructuralmente si sus bases fueron afectadas y si en un tiempo colapse”, indica González, por lo que esperan el informe de la Conred para evaluar qué intervenciones hacer.
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Ante la urgencia de que los niños no estén más tiempo alejados de las aulas Unicef apoya al Ministerio de Educación en la remoción de los edificios escolares afectados por las tormentas. La colaboración se centra en la reparación de techos, servicios sanitarios y tuberías para garantizar el abastecimiento de agua en los establecimientos.
La pandemia del covid-19 ha tenido un serio impacto en la niñez, principalmente por la interrupción del ciclo escolar. Las clases presenciales se suspendieron en marzo pasado, lo que afectó a 4.5 millones de estudiantes en el país. Los niños y adolescentes del sector público, de las áreas rurales, son los que tuvieron un rezago mayor en la educación durante el 2020.
De esa cuenta, es necesario que las clases se retomen, pero debe hacerse en un ambiente seguro para prevenir el contagio del covid-19.
Unicef apoya en la reparación y remoción de unas cien escuelas. Además, colocará unas 15 aulas temporales para que los niños vuelvan a clases en aquellas escuelas que fueron destruidas por las tormentas.
En Izabal, por ejemplo, se colocarán dos aulas móviles para atender a 225 estudiantes de la Escuela Oficial Rural Mixta Tenedores, en Morales, que se inundó.
Ingresar a los salones de ese establecimiento es una escena desoladora. El piso y los pupitres están cubiertos por una gruesa capa de lodo seco. El material didáctico, libros y cuadernos que los estudiantes dejaron abandonados tras la suspensión de las clases presenciales hace 10 meses están podridos por el agua. Las ventanas no tienen vidrios y las puertas quedaron destruidas. Hay aulas sin techo, los baños están inservibles.
El proyecto de Unicef contempla apoyar con los materiales para intervenir cuanto antes estas escuelas, y las alcaldías pondrán la mano de obra. De acuerdo con Carmen Rodas, evaluadora de Infraestructura del Mineduc, la cartera también trabajará con las Organizaciones de Padres de Familia para el remozamiento.
En esa labor, Jean Gough, directora regional de Unicef para América Latina y El Caribe, visitó el pasado fin de semana comunidades de Izabal y de Alta Verapaz que fueron afectadas por las tormentas, para conocer de cerca las necesidades de la población en el tema de Educación. “Si a la pandemia le sumamos el daño de Eta e Iota, el impacto en 2021 será grande. Nos preocupa el retorno a la escuela presencial”, señala, pero en medio de esta tragedia evidenció cómo en las comunidades los pobladores se esfuerzan por retomar sus vidas.
Durante su visita Gough también conversó con la población sobre sus necesidades en Salud, agua y saneamiento, y la situación de la desnutrición en Guatemala, que durante la pandemia mostró un incremento. El año pasado cerró con 27 mil 907 casos de niños menores de cinco años con desnutrición aguda, mientras que fallecieron 46 por esta condición, según datos oficiales del Ministerio de Salud.
Un pueblo fantasma
Conforme avanza la tarde en Campur, caminar por las áreas más afectadas es como andar en un pueblo fantasma. Las calles están desiertas, de muchas casas solo quedan escombros. En los terrenos hay láminas oxidadas, vigas de madera podridas, paredes de bloc derribadas, utensilios de cocina, ropa, zapatos cubiertos por un lodo chicloso que desprende un olor fétido.
Las viviendas que siguen de pie están deshabitadas. Los candados oxidados en las puertas son la evidencia. No hay luz en las calles, uno que otro foco se prende a la distancia, en donde el agua no llegó, y la estampa se torna aún más desoladora al caer la noche.
“Nos da miedo volver, porque no sabemos a dónde se fue el agua… todavía hay temblores”, dice Elena Tiul, pues en Campur ahora los sismos son frecuentes; según los pobladores el viernes pasado percibieron tres.
Ella es enfermera auxiliar en el Centro de Salud, que también se inundó. Se improvisó una clínica en otra área, pero las condiciones para atender a la población son precarias. El piso es de tierra, no hay bancas para sentar a los pacientes, no tiene baño ni luz eléctrica y la medicina es escasa.
“La gente está llegando con vómitos y diarrea por el polvo y el agua contaminada, con enfermedades de la piel, con hongos”, se lamenta Elena, que tiene 14 años de trabajar para el Ministerio de Salud, pero no sabe si lo seguirá haciendo, los días han pasado y aún les dicen a dónde trasladarán la clínica.
La incertidumbre de qué pasará en Campur ha endurecido el rostro de los adultos, mientras que en los niños persiste el temor de que vuelva a llover.
Para ayudarlos a superar la tragedia, Unicef y otras instituciones desarrollaron el sábado 16 de enero la actividad Retorno a la alegría, en la que con cantos y actividades lúdicas dieron a poyo emocional a los niños, para que olvidaran por una tarde lo que vivieron, aunque no todos lo consiguieron, el hijo de 4 años de Elena no quiere regresar a su casa, el recuerdo de cómo el agua entró a la casa aún lo asusta por las noches.
El otro Campur
De la aldea Quixal no se ha escuchado hablar, pero también se inundó. El agua alcanzó más de 20 metros. Una gran extensión de cultivos quedó sumergida, como también viviendas, la iglesia católica y el cementerio, que será trasladado de lugar.
El territorio pertenece a Tanchí, en San Pedro Carchá. El camino para llegar es estrecho y de terracería, con curvas y pendientes que hacen más largo el recorrido entre las montañas. Lo verde del paisaje compensa el viaje, aunque la neblina dificulta por momentos la visibilidad. Ahí se respira aire puro y parece que nada ha pasado.
Ya en Quixal hay que recorrer otros 15 minutos en vehículo, y luego seguir a pie hasta donde fue la inundación. Conforme se avanza aparecen pedazos de milpa y ramas de árbol regadas sobre el suelo, entre lodo. Hay que andar con cuidado para no resbalar en los charcos. El terreno no se ha secado del todo.
La tormenta Eta inundó una parte de la aldea que está destinada para la siembra, aunque en el sector también hay algunas viviendas. Plantaciones de maíz, café, cardamomo, pacaya, naranja quedaron anegadas tras dos semanas de lluvia, pero luego vino Iota y las precipitaciones continuaron.
Al igual que en Campur, el agua brotó del suelo y eso contribuyó a que el lugar se inundara.
Valentín Coc Putul habitaba en el terreno que le pertenece a su familia desde hace 75 años. Su vivienda está a media montaña, el agua tardó en llegar hasta ese punto y pudo sacar sus pertenencias y trasladarse con uno de sus hijos que vive unos metros arriba, pero no pudo llevarse las aves de corral y los cerdos que tenía, se ahogaron. Las pérdidas de sus cultivos las calcula en unos Q25 mil.
“Ya no voy a regresar a la casa. Tengo miedo de que llueva otra vez y pase lo mismo”, dice el agricultor de 50 años. La casa la dejará para almacenar agua o lo que la tierra produzca, pues dejará pasar un tiempo para volver a sembrar.
Al igual que Valentín otras 12 familias perdieron sus casas, y otras más sus cultivos.
Hoy el paisaje de Quixal es muy distinto al de cuatro meses atrás, cuando las montañas tenían un verde intenso por la vegetación. Tras la inundación la mitad del terreno ahora luce desértico, de un color café por las siembras que se pudren poco a poco.
“Esto era una laguna, pensamos que ya no iba a bajar, la gente estaba impresionada porque fue la primera vez que pasaba esto”, dice uno de los miembros del Consejos Comunitarios de Desarrollo Urbano y Rural (Cocode) de la región 16 de Tanchí.
En la punta de uno de los árboles más altos del terreno ondea un trapo blanco, a unos 25 metros sobre el suelo. Esa es la señal de que agua llegó hasta allí. Los pobladores lo colocaron cuando pasaban en balsa para la otra aldea, Sesab, donde también se colapsaron varias viviendas, y se inundó la escuela, el centro de salud, el centro de convergencia y tres iglesias.
La ayuda por parte de las autoridades municipales para los afectados en Quixal ha sido escasa, solo les dieron unas láminas. Algunos víveres llegaron por parte de personas particulares. “La gente clama por ayuda. Las familias tienen que comenzar de nuevo”, señala el líder comunitario.
El golpe de la pandemia
Los daños causados por las tormentas están por todos partes en Alta Verapaz, basta con adentrarse en las montañas, recorrer estrechos caminos de tierra y piedra y acercarse a las aldeas para evidenciarlo. Es acá, en las áreas más rurales donde los poblados han tenido que lidiar con la pandemia de covid-19 y ahora con las secuelas de Eta e Iota.
En la aldea Las Pacayas, en San Cristóbal, Alta Verapaz, hay cuatro mil 400 habitantes. No se han reportado casos de coronavirus. El trabajo comunitario ha sido clave, los pobladores están organizados para controlar que se cumplan con las medidas para evitar el contagio.
Hay una comisión de salud integrada por mujeres para educar a las familias en medidas de prevención, pero el aporte va más allá, la tarea también es enseñar a las madres sobre buenas prácticas de nutrición infantil, de lactancia materna, les hablan de planificación familiar e inculcan en los hogares la importancia de la educación en los niños.
No ha sido fácil, pues el machismo está enraizado en la comunidad, sin embargo, ellas son agentes de cambio que trabajan de la mano de Unicef para realizar esta labor, que les ha permitido ser resilientes.
Olga Yolanda Cal, una de las involucradas en la comisión, resultó afectada económicamente por la pandemia, como al resto de los pobladores. Debido a los toques de queda que se impusieron meses atrás, los precios del maíz y del frijol aumentaron, el trabajo es escaso y tener alimento en casa ha sido difícil.
La suspensión de las clases presenciales en la escuela debido a la pandemia afectó a sus hijos, desconoce si lograron aprender lo necesario. El acceso a la salud también ha sido irregular, pero se han apoyado en el trabajo de las comadronas.
A estas dificultades se sumaron los daños ocasionados por las tormentas, varios sectores se inundaron y familias perdieron sus viviendas. Los pozos de agua se taparon y se contaminaron con los restos de las letrinas que se rebalsaron. Hubo derrumbes que dejaron a la comunidad incomunicada, estuvieron ocho días sin energía eléctrica.
La inundación causada por Eta e Iota en esta comunidad causó más daño que los 10 meses de la pandemia. “Nos afectó más que la enfermedad”, dice Clorinda Laj Wa. Pese a los estragos de las lluvias, el trabajo comunitario ha sido clave para no rendirse y continuar, lo que resta de la pandemia.