Cada vez que se produce un incidente como el de ayer miércoles, en el que al menos cuatro personas fallecieron, quince resultaron heridas y otras seis permanecen desaparecidas, son más las voces que piden que se limite la actividad de los recolectores. Por su propia seguridad, arguyen.
“Que nos den trabajo”, vocifera una mujer carcomida por su propia miseria al enterarse de que hoy nadie podrá entrar a trabajar a la zona. Lo cierto, explica doña María encaramada al muro para hacerse escuchar, es que “un guajero puede estar uno o dos días sin trabajar. Al tercero la barriga ya le está tronando”.
Por eso a la muerte aquí nadie la llora. No pueden permitírselo. Prefieren callar, silenciar los desastres que allí ocurren para que les permitan seguir ganándose el pan. “Lo de ayer pasa muchas veces”, confiesa a Ana, quien en sus 50 años de labor en el basurero ha visto como casi todos sus seres queridos ya han parecido.
Los asentamientos del basurero, apenas a unos minutos del centro histórico de la capital, son una bofetada de realidad en un país en el que el 59,3 por ciento de la población vive por debajo de la línea de pobreza y un 23,4 por ciento situación de extrema pobreza.
En un buen día un recolector puede conseguir “entre 75 (9,6 dólares) y 100 quetzales (12,9 dólares)”, explica una “compradora” que prefiere resguardar su identidad. Ella es quien a diario se acerca a la última loma del basurero a ver lo que los recolectores han podido conseguir para después venderlo al por mayor a una gran empresa de reciclaje.
“El precio varía, depende de cómo estén pagando en la recicladora”, apunta. El cobre y el bronce es de lo más demando, a ocho quetzales (1 dólar) la libra. También el papel, el vidrio y el aluminio, resume Agapito Suriano, quien ahoga sus voces bajas en los zapatos que cuelgan sobre el tendido eléctrico.
Luego de 22 años y muchos muertos, a Agapito Suriano no le quedan demasiadas ganas de llorar. Tiene cinco hijos y una esposa a los que mantener. Por eso, solo espera a que mañana cuando den las 7 horas tener el acceso al vertedero para trabajar.
“A primera hora es cuando mejor material se consigue”, asegura, buscando la mirada cómplice de su compañero, un hombre algo más joven vestido con la camiseta del Real Madrid y la gorra del Barcelona.
A unos minutos de allí, junto al cementerio que linda con el barrio El Gallito, una de las más peligrosas de Guatemala, la entrada al basurero está hoy vacía. Solo algunos perros y centenares de buitres rebuscan hoy entre la basura.
En las covachas que habitualmente los recolectores usan para escoger su mercancía no hay hoy siquiera sol del que esconderse. Sólo algunas patrullas militares patrullan la zona. Un gran cartel advierte de que “usted entra aquí por su propio riesgo”.
El olor es insoportable. Hay desperdicios por todas partes: automóviles destartalados, muebles raídos, ropas y pulseras… una masa infinita de lo que un día fue la vida de alguien y que a diario es la vida de muchos recolectores.
Este mañana sin embargo no hay nadie aquí. La gente del basurero se agolpa en la puerta, esperando noticias.
“No hacen nada”, vociferan al paso de un camión de bomberos.
“Qué dejen a los jóvenes ir a buscar a los desaparecidos”, grita una anciana.
Bajo la gorra, dos muchachos asienten con la cabeza. A otro, dos mujeres tratan de retenerlo para que no se enfrente a la Policía. Necesita respuestas. Después de todo, al dolor no lo apaciguan las lágrimas.