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Barrios inicia su turno de ocho días en sustitución de Amílcar Calderón, su compañero desde hace 16 años. Ser los ojos y oídos del Instituto Nacional de Sismología, Vulcanología, Meteorología e Hidrología de Guatemala (Insivumeh) en el observatorio de Panimaché 1, a los pies del Volcán de Fuego, será la tarea de Barrios durante la próxima semana. Ver, oír y reportar es su consigna, llevarle el pulso a un coloso que conoce desde niño es su rutina.
La guardia empezó para Barrios a finales de 2002, bajo una ceiba y con una hoja en blanco. Desde pequeño veía a vulcanólogos visitar la finca de San Francisco Panimaché, antes de subir las faldas del volcán, donde se encuentra la comunidad de Panimaché 1, en San Pedro Yepocapa, Chimaltenango. Instrumentos y cuerdas, cámaras y preguntas acompañaban a los eventuales visitantes. Él quería estar allí, ser uno de ellos. ¿Pero cómo lograrlo?
La respuesta estaba en una hoja en blanco. Un día ingenieros del Insivumeh llegaron a la comunidad y les informaron que contratarían a dos nuevos encargados del observatorio vulcanológico. Barrios tenía 28 años, cultivaba la tierra en las cercanías del coloso y estaba decidido a probar suerte. La prueba era sencilla, tenía una hora para observar la actividad del volcán y apuntar lo que percibiera en la hoja en blanco.
Antes del sismógrafo, instalado luego de la erupción del 3 de junio del 2018; antes de la cámara térmica, que fue colocada hace cuatro años; antes de los grupos de Whatsapp para dar una alerta, existían los ojos y los oídos, principalmente los oídos (ya que el coloso se cierra con nubes) en la tarea de observar al volcán.
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En un momento de la entrevista, fuera del observatorio, de espaldas a los árboles, Barrios detiene el relato: “La verdad, este retumbo que acaban de escuchar es pequeño”, comenta.
Un leve rumor, como de arena deslizándose, se logra percibir. “Ese es un pequeño desprendimiento —explicó—. Hay unos retumbos mucho más fuertes. En las noches, a veces, se siente un jalón. De pronto uno se encuentra concentrado leyendo y de repente, un jalonazo. Uno hasta brinca del susto”, cuenta Barrios con una sonrisa. Ese pequeño desprendimiento pueden ser miles de toneladas de material acumuladas en la cima del volcán y que más tarde descienden por las barrancas que surcan el cono.El retumbo se apaga. “Uno se acostumbra”, remarca el observador, “como les decía antes, uno se acostumbra”.
Lluvia negra
Barrios tenía apenas un año cuando se dio una de las más fuertes erupciones del Volcán de Fuego, en 1974. Un recuerdo brumoso o la memoria de algún familiar se abre paso cuando se le pregunta de esa época. “Yo recuerdo que se ponía como ver una lluvia, caía la arena —dice, mientras extiende los dedos y los hace descender—, pero luego fue calmándose, mis padres me decían: vivir aquí es así la rutina, porque todos los días cae ceniza, tenemos que acostumbrarnos”.
“Yo me ponía a llorar, miraba a mi hermanito más pequeño llorando, y a uno como que le da tristeza, le da sentimiento lo que está pasando. Él era el más pequeño y otro era más grande y me decía: No pasa nada, tengamos confianza en lo que me decía mi papá, que esto va a pasar, que son horas”, cuenta Barrios al rememorar ese momentos.
“Bajo una espesa capa de arena —en algunas partes hasta de un metro de altura— caída durante varios días, a partir del domingo antepasado, el poblado, sus aldeas, fincas y caseríos ofrecen un aspecto desolador”, describe una nota de Prensa Libre del 21 de octubre de 1974. “La erupción tiñó de rojo el cielo”, fue el titular de ese día.
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Mientras visitamos Panimaché el cielo se nubla y hacia el final de la tarde una fina lluvia comenzará a caer.
El observatorio es un cuarto con los monitores de la cámara apuntando al volcán, el sismógrafo y otras tres áreas para una cocina, baño y literas. Se encuentra al final del poblado, a unos pasos de un pequeño campo de futbol. Más allá de la portería se ve una brecha conocida como barranca o zanjón de Santa Teresa, una suerte de trinchera entre los restos incandescentes que descienden del coloso y poblados como Panimaché, Morelia y Santa Sofía.
Han pasado más de cuatro décadas de la erupción de 1974 y nueve meses de la tragedia del 3 de junio de 2018, la cual arrasó con San Miguel Los Lotes.
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Barrios guía el recorrido en los márgenes de la barranca de Santa Teresa, una de las rutas que suele monitorear luego de una actividad volcánica. Entre el verde intenso una franja grisácea resalta, es la ruta de los flujos piroclásticos, los restos incandescentes de ceniza, arena, piedras que expulsa el volcán y que corren a cientos de kilómetros por hora.
“Si a uno lo agarra un flujo —mientras está en una barranca— no hay nada que hacer, no hay tiempo para salir”, explicó Barrios. Recorrer las barrancas acompañando a equipos que toman muestras es parte de su trabajo, se desciende por brechas o con cuerdas de rápel para acortar el tiempo de caminata, indicó el técnico de Insivumeh.
Al igual que su compañero del observatorio, Amílcar, las tareas de Barrios incluyen guiar a vulcanólogos del Insivumeh y estudiantes de otros países que visitan el Volcán de Fuego para aprender sobre su actividad.
“Ellos tienen la teoría; nosotros, la práctica —dice Barrios, mientras un equipo de estudiantes de la Universidad de Bristol, del Reino Unido, deja el observatorio—. Aprendemos unos de otros. Nosotros venimos escuchando, observando el volcán toda la vida”, afirma.
La lava es lenta, en los videos del observatorio se puede apreciar el rojo intenso, la costra gris que se forma alrededor; los flujos piroclásticos son rápidos, una exhalación gris y mortífera. Es como el eructo del volcán, dirá Barrios, una emisión que incinera la carne, carboniza los troncos de los árboles y arrastra rocas de dos metros de alto como si fueran restos de duropor.
De la lava puedes huir, de un flujo piroclástico arrasando con todo en tu dirección, no.
Cuando se oyó de la tragedia
La vida es también las muchas muertes que logramos evitar. El autobús que no te arrolló, la enfermedad que no te venció, la avalancha de cenizas y rocas incandescentes que no te arrastraron. Esta última cita con la muerte la cuenta Barrios como una experiencia de su hermano mayor.
En septiembre de 2012, una serie de erupciones agitaron al Volcán de Fuego. Barrios, desde el observatorio, dio seguimiento a muchas de ellas. El 13 de septiembre, antes de una de las más intensas, su hermano mayor, junto a su hijo de 12 años, ascendieron a los terrenos de cultivo que trabajaban en las faldas del volcán, arriba de Panimaché. “No subás”, le había advertido Barrios, pero su hermano desatendió el consejo. Cuando comenzó la erupción el observador del volcán dio la alerta, tres sonidos de la sirena primero, más tarde otros dos, con la orden de desalojo.
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La cuñada de Barrios y sus hijos menores abandonaban el poblado llorando, temiendo que su esposo e hijo hubieran sido arrastrados por el flujo que descendió del coloso. El técnico del Insivumeh, mientras tanto, tenía que seguir en su puesto, continuar transmitiendo la información y, en paralelo, calmar a su cuñada, que lo llamaba preocupada.
Horas más tarde, el hermano y sobrino de Barrios aparecían en el poblado. “Con el cabello blanco como viejitos, con las ropas grises”, relata el técnico, a quien sus parientes le contaron cómo vieron de cerca un flujo descendiendo y cómo se abrazaron al tronco de un árbol para no ser arrastrados.
El 3 de junio de 2018, “cuando se oyó la tragedia”, cuenta Barrios, se activó el mismo protocolo de alarma. A la medianoche del 2 se emitieron los primeros reportes. Desde el observatorio siguieron en vela la actividad y los retumbos, remitieron los informes a intérvalos hasta la madrugada.
La muerte había llegado a San Miguel Los Lotes por la cara este del volcán. Desde Panimaché, en el costado oeste, se observaba una lluvia fina de ceniza.
Ardua tarea
Durante el primer mes de la tragedia, Barrios tuvo que trabajar sin descanso, ya que su compañero de turno tenía una fractura en el pie estaba suspendido.
El día de la tragedia la orden de desalojar los poblados aledaños llegó a las 16 horas. En los buses que se logró reunir iban mujeres y niños. Los hombres se quedaban a cuidar las casas, pero tampoco los buses pudieron abandonar la zona. Un lahar, la mezcla de los flujos piroclásticos al llegar a las quebradas y ríos, descendió por el río Taniluya y les cerró el paso.
Sin puentes en el río Taniluya ni en el acceso por el río Mineral, alrededor de tres mil personas quedaron a su suerte, observando el cono incandescente del volcán y la lluvia negra de ceniza.
Entre la cumbre incandescente del coloso y los ríos crecidos por los lahares y la lluvia, la población pasó la noche a oscuras, sin energía eléctrica y acompañada solo con veladoras. El vigilante del volcán siguió en su puesto. Su hijo mayor, de 24 años, recibió el encargo de cuidar de la familia, formada por tres niños que vivían en la casa y otro hijo que estaba trabajando en la capital.
Como le habría dicho su padre 40 años atrás, durante las erupciones de los años 1970, Barrios le pidió a su hijo mayor que se preparara. “A cada rato me llamaba para preguntarme: ¿papá, como estamos? Yo le decía, hay que pedirle a Dios que esta actividad baje. Los niños comenzaron a llorar, había una lluvia muy fina de ceniza”, recuerda.
La emergencia pasó. Las familias que quisieron fueron evacuadas por unos días en las siguientes semanas. La vida para los pobladores de Panimaché y otras comunidades en las faldas del volcán regresó a su rutina, al ruido del motor de molino de maíz en el poblado de madrugada, a los hombres saliendo a trabajar antes de la salida del sol, a las plantaciones cercanas —el único trabajo en los alrededores—, a las familias tratando de completar sus ingresos con cultivos en las faldas del volcán.
Cuando dejamos el observatorio de Panimaché, en una mesa, entre las muestras volcánicas recogidas por los técnicos, reposaba el cuerpo aún suave de un pájaro entre gris y café, con las plumas finas como pelusa. Es otra muestra, el pájaro murió por los gases del coloso, un recordatorio del poder del Volcán de Fuego.
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