Decir que ese tramo de la carretera, en donde alguna vez hubo asfalto, está en malas condiciones sería un halago. Desde el desvío hacia Lanquín —un área más turística por las pozas de Semuc Champey— hasta llegar a Campur hay tal cantidad de hoyos que es imposible conducir sin irse en uno. La situación es la misma en casi toda la ruta hasta a la Franja Transversal del Norte, un trayecto poco más o menos de 40 kilómetros.
Pero por estos días, la carretera es, quizá, el problema menos apremiante para las cerca de dos mil 500 familias que habitan el área central de esta enorme aldea caracterizada hasta antes de las tormentas por su dinámico comercio y porque en algún momento, sus habitantes, han tenido la intención de convertirla en un municipio.
Hace un año que estas familias lo perdieron todo. Casas, animales, negocios y cultivos fueron arrasados por la fuerza de la naturaleza en un fenómeno que los pobladores nunca habían visto.
Con su esfuerzo propio, los habitantes de Campur se las han tenido que ingeniar para reconstruir sus viviendas. La tan prometida ayuda del Gobierno para la reconstrucción se ha enredado en la maraña de la burocracia mientras las familias no tenían tiempo para esperar la asistencia gubernamental porque sus vidas seguían.
Perder lo de toda una vida
Bilian Botzoc es un líder comunitario que está al frente de un comité local para la reducción de desastres, creado después de la emergencia de las tormentas Eta e Iota. Cuenta que a las familias les ha costado recuperarse porque llevaban años, tal vez décadas, de construir su patrimonio que perdieron en apenas días.
“Un año después la gente sigue batallando para restaurar sus bienes, casas y cultivos” porque la asistencia gubernamental se limitó a unas bolsas con alimentos que recibieron en la primera semana después del desastre. Nada más, asegura Botzoc.
Hay comerciantes que tenían mercadería almacenada por varios cientos de miles de quetzales y que quedó sumergida.
Maria Tubac nació en Chimaltenango, pero tiene 33 años de vivir en Campur, desde entonces habían trabajado para instalar una abarrotería. Del 2017 al 2020, su familia invirtió para remodelar su casa que habitaron solo tres meses porque las tormentas la destruyeron.
Tubac no puede evitar derramar lágrimas cuando recuerda lo sucedido. “Ha sido difícil, me ha costado mucho porque nos quedamos sin nada, pero hemos salido adelante, poco a poco con la ayuda de Dios”, dice.
Tubac nos atendió en su tienda que al cabo de los meses logró instalar de nuevo, aunque no vende lo mismo porque la economía de Campur todavía no se recupera del todo.
Enrique Botzoc vive con su familia en el área central de Campur desde hace dos años. Es de San Juan Chamelco, Alta Verapaz, pero del 2009 al 2019 vivió en la capital donde se graduó de Perito Contador y estudio dos años en la universidad.
Por problemas de salud, afirma, prefirió vivir en un ambiente más tranquilo, pero en vez de su pueblo natal se mudó a Campur, donde ya vivían unos parientes. Invirtió para comprar unas computadoras e instaló un café internet.
Antes de las tormentas empezaba a recuperarse de los efectos económicos que causó la pandemia, pero con Eta e Iota perdió su negocio. Meses después, logró reabrirlo con su propio esfuerzo “sin la ayuda de nadie más”.
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De la emergencia logró salir adelante gracias al apoyo de algunas organizaciones, pueblos cercanos, iglesias, pero no gubernamental. “No sé cómo administran los impuestos, no sé si al Gobierno le importa la gente, si conoce lo que uno siente”, cuestiona.
Lo menos favorecidos
Durante algunos meses, sobre todo en los que el agua no bajaba, los pobladores de Campur se fueron a aldeas cercanas, con parientes, o a rentar un cuarto o vivienda. Mucho se hablaba de si el área sería declarada inhabitable.
Aunque el Consejo Científico de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred) recomendó recientemente no declarar de alto riesgo a Campur, el día en que Prensa Libre visitó el lugar los vecinos lo ignoraban.
Esta declaratoria implica que los pobladores pueden continuar sus vidas en Campur y que el Gobierno ya puede hacer inversiones.
Pero desde meses los habitantes habían comenzado a levantar sus construcciones de madera y láminas. Organizaciones caritativas nacionales y extranjeras, iglesias, migrantes y la comuna de San Pedro Carchá han ayudado a algunas familias, pero otras se han endeudado, con un banco o un prestamista, para levantar sus viviendas y reiniciar su vida.
Algunos, cuyo terreno tras la inundación se socavó, han instalado vigas para colocar piso de tablas con lo cual literalmente viven en el aire. Otros tuvieron que regresar y habitar lo que les quedaba de sus casas y le han colocado algunas láminas que les han donado. Aún esperan ayuda o tener dinero para invertir en la reconstrucción.
Cristina Choc Caal recuerda que su casa fue la primera que se inundó en Campur. Dijo que tuvo que vivir varios meses en un albergue con su esposo e hijos, pero cuando este cerró y no tenían a donde ir tuvo que regresar.
“Quisiéramos vivir en un área más segura pero no hay dinero, no hay trabajo”, subraya. “Como pudimos compramos algo de madera y horcones —vigas— y pusimos las láminas que nos dieron, pero nos hace falta dinero para el resto. El Gobierno nos mandó unas bolsas con galletas y eso fue todo”, se lamentó.
Margarita Max Choc tiene seis hijos y vive en la casa de una cuñada porque no ha podido reconstruir la suya. Cuando ocurrió la tormenta, recién le había hecho algunos arreglos a su vivienda, pero esta y los recursos que había invertido se los llevó el agua.
Pero la casa en la que están temporalmente tampoco está en condiciones dignas para ser habitada. Su cuñada es madre soltera y tampoco ha tenido dinero ni un empleo para reconstruirla por completo. “Si Dios pusiera en el corazón del Gobierno dar ayuda a los más pobres Él los va a bendecir”, dice Max Choc, a punto de llorar.
Migración, la alternativa
El empleo escasea en Campur, encontrar uno en una finca de cardamomo, un cultivo muy usual en las Verapaces, es difícil. El precio del producto ha bajado y los dueños ya no contratan tanta mano de obra. Alternativas agrícolas o de otra índole laboral son muy mal pagadas.
Muchos han tenido que migrar hacia EE. UU. El alcalde de San Pedro Carchá, Winter Coc, estima que, entre tres y cinco personas por familia —depende de qué tan numerosa sea—, se han marchado a aquel país en busca de un empleo después del devastador paso de las tormentas.
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“Familias completas se han ido”, dice con alarma Coc. “Nuestra gente se está yendo y no se sabe si van a regresar con tanta violencia que hay en el camino”, añade.
“Aquí en la muni a diario vienen a pedir trabajo, pero no podemos darles a todos. Lo que nosotros pedimos a los gobiernos —de EE. UU. y Guatemala— es que se pongan de acuerdo para darle permiso a la gente de ir a trabajar siquiera unos seis meses allá para hacer sus centavos”, precisa el alcalde de San Pedro Carchá.
En todo el municipio, añade, unas cuatro mil viviendas quedaron con algún daño y de estas 40% destruidas por completo y a la fecha apenas se han reconstruido alrededor de 100. El Gobierno dice que es por cuestiones de legalización de los terrenos, pero según Coc “siempre se escudan en eso”.
El abandono de Campur por parte del Estado se nota, no solo en la carretera y en la lentitud para construir viviendas. La escuela permanece cerrada, no existe una subestación policial, ni representación de ministerio alguno y el Centro de Salud que funcionaba hasta antes de las tormentas fue trasladado, los pobladores dicen que sin una razón válida, a un inmueble a dos kilómetros del centro de la aldea, lo que hace más difícil acceder a un servicio médico.
“Aquí en Campur estamos en el abandono total por parte del Gobierno central”, señala el líder comunitario Bilian Botzoc.
Quejá no puede dejar atrás el pasado
Cien kilómetros al suroeste se ubica Quejá, poblado de San Cristóbal Verapaz que la mañana del 5 de noviembre quedó sepultado al derrumbarse parte de una de las montañas que lo rodeaba. Cincuenta y ocho personas murieron y un año después, al igual que en Campur, con sus propias fuerzas intentan recuperarse emocional y económicamente.
Los pobladores de Nuevo Quejá, como decidieron bautizar al área a donde decidieron trasladarse, recuerdan con nostalgia y dolor como en la aldea donde antes vivían era felices, cultivaban maíz, frijol, café y cardamomo y abundaban los árboles frutales.
Donde habitan ahora, hay pocos árboles, hace más calor y todavía no tienen servicios básicos, tampoco centro de Salud, y apenas se acaba de construir una pequeña escuela con fondos del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia. Cuando llueve el camino de acceso se vuelve intransitable.
El Gobierno no puede hacer inversiones en el lugar porque Conred no le ha dictaminado apto para ser habitado.
La mayoría de las casas se destruyeron en el antiguo Quejá o quedaron inhabitables. Cerca de 270 familias migraron forzosamente a la nueva aldea, entre 30 y 40 se quedaron, porque no tenían posibilidades de construir una nueva casa y porque la que habitaban no se destruyó por completo.
Los que se mudaron no pueden dejar atrás su antigua aldea. Muchos aún tienen áreas donde cultivan y a diario suben la empinada montaña —unos dos o tres kilómetros— para trabajar o cortar frutas.
Al visitar lo que quedó de Quejá, se perciben una mezcla de paz y nervios. Unos niños juegan en un enorme campo de futbol contiguo a la escuela, que permanece cerrada. En las pocas casas habitadas las personas parecen esconderse y prefieren no hablar con los medios.
Los vecinos del Nuevo Quejá suben casi a diario a donde estaban sus hogares como tanteando si será posible regresar. “Abajo”, consideran, hay pocos atractivos para vivir.
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Sofía Pop Lem tiene 22 años, es madre de una niña de 2. Tras la tragedia tuvo que trasladarse a Nuevo Quejá. Expuso que algunas instituciones les han ayudado haciéndoles transferencias monetarias y les dieron aves de corral para tener medios de vida, pero no sabe qué pasará después.
Dijo que el Gobierno aún no les da ninguna ayuda y que en la aldea hay casas en donde viven hasta tres familias porque muchas no han tenido recursos para reconstruir las propias.
“Yo he escuchado que, cuando en otros países pasan estas tragedias, los gobiernos ayudan a la gente necesitada. Aquí necesitamos un lugar seguro para vivir y una vivienda digna para nuestros hijos”, exclamó.
Sury Maritza Mus, tiene 25 años, y dos hijos. Su esposo decidió ir a buscar trabajo a la capital para pagar los Q5 mil que prestó para construir su vivienda. Poco a poco han comenzado a superar la tragedia, ya que ese día se quedaron solo con la ropa que tenían puesta.
A cargo de sus nietos
Con el deslave, Augusto Jom Bin perdió a su hija, yerno y cuatro nietos. Sobrevivieron dos que quedaron huérfanos: Ofelia, de 13 años, y Dora Esperanza, 2, a quienes ahora debe cuidar. Cuenta que esa fatídica mañana, la mayor puso en su espalda a su hermana pequeña y corrió de la casa, y que la madre intentó, infructuosamente, poner a salvo a los otros cuatro hijos.
Hasta el momento, dice Jom Bin, quien se expresa con un tanto de dificultad en español, algunas organizaciones lo han ayudado, pero no puede evitar caer en ansiedad cuando se pregunta qué pasará después.
Erwin Cal, vocal del consejo comunitario de desarrollo de Quejá, expresa que actualmente hay incertidumbre de si la comunidad se va a quedar en el área por el dictamen que está pendiente por parte de la Conred.
El viceministerio de la Vivienda del Ministerio de Comunicaciones Infraestructura y Vivienda (CIV), institución que está a cargo del plan de reconstrucción, dijo en una nota enviada a Prensa Libre que a los pobladores de Quejá se les ofreció trasladarlos a una lotificación que ya estaba lista para vivir e instalarle servicios, pero que, según el alcalde de San Cristóbal Verapaz, Ovidio Choc, la población votó por no aceptarlo.
Dijo que la Conred no avaló ninguno de los lugares que fueron propuestos por los comunitarios. A raíz de eso se pidió al Fondo de Tierras atender a los afectados mediate el programa de Acceso a la Tierra lo cual está en proceso.
Cal confirmó que los vecinos optaron por no trasladarse porque los terrenos eran muy pequeños. “Lo ideal sería encontrar un lugar más seguro y amplio con las condiciones favorables”, comenta. El problema es que los propietarios de fincas adecuadas no quieren vender y aquellos que si están dispuestos a hacerlo ofrecen áreas no aptas, añade.
Miedo
A los habitantes de las áreas afectadas por las torments les roba la paz el pensar que puede ocurrir algo similar. Quedaron golpeados psicológicamente. Ahora no pueden escuchar que llueve por algunas horas porque entran en ansiedad.
En Quejá el trágico deslizamiento ocurrió a eso de las 9 horas, dice Fernando Cal, quien perdió a una veintena de seres queridos la mañana del 5 de noviembre. “Aquí la gente ya no duerme en las noches cuando empieza a llover, vive con muchos nervios”, comenta.
“Aquí mejor si no llueve porque el miedo empieza”, confirma Cal.
En Campur pasa lo mismo. Enrique Botzoc siente miedo y no tiene claridad si seguirá viviendo allá con su esposa y dos hijas.
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“A veces me pregunto si no es mejor que me vaya a vivir a la capital, siempre vivo pensando ‘ojalá que no venga otra tormenta’”, dice.
Otras aldeas
Otras comunidades también salieron adelante solas. Por ejemplo, la aldea Sibché en Cobán, Alta Verapaz, que quedó sumergida e incomunicada durante los días de las tormentas. Pasaron semanas para que el agua bajara.
Marta Pop, explicó que la comunidad se recuperó con la ayuda de otras personas y también haciendo préstamos para reconstruir las viviendas que “se pudrieron al quedar bajo el agua tanto tiempo”. “Apoyo no recibimos ni del Gobierno ni de la Municipalidad, nosotros tuvimos que pagar Q300 por familia para sacar el agua con motobombas”, aseguró.
La economía de los pobladores de Sibché hoy en día se ha normalizado, dice Pop. Probablemente porque está en las cercanías de la cabecera departamental. Algunas personas o instituciones ayudaron con colchonetas, ropa y otros insumos, dijo.
En otras comunidades, como las afectadas en Cuilco, Huehuetenango, la situación aún es complicada.
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El alcalde Manrique Gálvez expuso que el Gobierno no ha construido ni una de las 127 vivienda que ofreció, por lo cual la comuna optó por darles un lote de materiales a las familias que tratan de comprar el resto para levantar sus casas.
Aseguró que ni siquiera con las escuelas y centros de Salud han recibido apoyo gubernamental. “Sabe con qué nos ayudó el Gobierno, con 100 bolsas de alimentos, eso es una nada”, dijo Gálvez.
El alcalde de Cuilco expuso que al menos ha viajado seis veces a la capital para hablar con funcionarios del CIV, de otras dependencias y hasta con tres diputados, pero “lamentablemente no se ve nada”, a pesar de que la gente ya cumplió con todos los requisitos para recibir ayuda.
Avance
El viceministerio de la Vivienda dio a conocer que hasta el momento han concluido dos viviendas de las dos mil 932 dictaminada por Conred con daño severo tras el paso de las tormentas. Además, 88 están en ejecución y 135 están “por iniciar”.
En total, solo 579 cuentan con terreno apto para ser construidas de las cuales 441 ya han recibido aprobación del Fondo para la Vivienda.
Citó como los principales obstáculos para agilizar la reconstrucción de casas la falta de certeza jurídica de los terrenos y de registro catastral. Asimismo, la “falta de colaboración de algunas autoridades territoriales” para la conformación de expedientes y la poca disposición de las comunidades para ser reubicadas en áreas fuera de riesgo.
El viceministerio destacó que los ministerios de Agricultura y de Desarrollo Social entregaron tres mil 391 raciones de alimentos y la segunda institución aún proyecta dar seis mil sacos de arroz.