La vulnerabilidad del país se discute hace años y se retoma cada vez que ocurre un desastre, como el que dejaron las tormentas Eta e Iota en noviembre del año pasado en Alta Verapaz e Izabal. Estos fenómenos recurrentes hacen que surjan inquietudes como qué se necesita para comenzar a trabajar y reducir los riesgos en el país, cuánto tiempo hace falta para hallar una solución, o si acaso los guatemaltecos deben resignarse a pagar con sus vidas el hecho de habitar en áreas de alto riesgo.
El especialista en cambio climático y sostenibilidad Wener Ochoa cree que el primer paso para reducir la vulnerabilidad ante los desastres naturales es asumir el tema con seriedad. “Necesitamos cambiar nuestra manera de pensar y de invertir en los territorios, y considerar imperativo gestionar el riesgo”, afirma.
Además, “tener la humildad de escucharnos entre los tomadores de decisiones, los políticos y el sector de los técnicos científicos”, señala. También es primordial invertir en investigaciones sobre los tipos de vulnerabilidades y formas de reducirlas, enfatiza Ochoa.
De esa forma se puede pensar, por ejemplo, en invertir en proyectos de conservación y restauración de los suelos y en estrategias para adaptarlos y mitigar los desastres naturales.
“Desde el punto de vista técnico científico no es imposible reducir la vulnerabilidad; sin embargo, se requiere mucha capacidad y voluntad política para cambiar de manera estructural el modelo económico”, sostiene.
Otras acciones que sugiere contemplan la aplicación de una política y ley de ordenamiento territorial con enfoque de gestión de riesgo y adaptación al cambio climático, e implementar proyectos con carácter holístico que tomen en cuenta variables geológicas, ambientales, económicas, culturales y de ingeniería.
¿Hemos aprendido?
El ingeniero geólogo Manuel Mota Chavarría considera que la naturaleza da oportunidades para aprender con cada evento trágico; el problema es que muchas veces estas no se aprovechan.
Experiencias como el terremoto de 1976 provocaron ciertos cambios en el comportamiento. Por ejemplo, se dejó de usar el adobe o se usa reforzado, y se emprendieron esfuerzos por mejorar técnicas de construcción.
“Si pensamos que hicimos un cambio, aunque sea pequeño, eso significa que sí podemos. La pregunta es cuán capaces somos para aprender de los desastres”, plantea Mota.
Con el tiempo parece que estas medidas se han relajado, y las autoridades no han sido firmes en establecer medidas de prevención, un problema recurrente cuando se habla de autorizar la edificación de viviendas, centros comerciales y grandes obras estatales, en lugares de alto riesgo o sin el soporte técnico adecuado, lo cual significa que no cumplen con su principal función, que está en la Constitución y es proteger la vida.
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Mota Chavarría señala que se debe mejorar la inversión en investigación científica, puesto que “se habla mucho de resiliencia, pero no se sabe a qué”.
Pone como ejemplo que en Campur, Alta Verapaz, los pobladores saben que no es la primera vez que se inunda el lugar. Antes había ocurrido por lo menos dos veces, una característica que, técnica y científicamente, es vital para gestionar riesgos.
Añade que cada vez que hay una inundación las personas se concentran en ponerse a salvo y rescatar sus pertenencias, pero rara vez se piensa en “qué voy a aprender de esto”, un patrón que se repite en el Estado y en muchas de las inversiones privadas.
Asimismo, Mota precisa que las autoridades deben aplicar las leyes. “En la capital y las municipalidades cercanas, después de lo del Cambray -alud del 2015- hubo cambios de actitud, no por conciencia sino por las consecuencias políticas y legales” que las malas decisiones o avales a construcciones y proyectos pueden ocasionar.
Prensa Libre intentó obtener una postura respecto de la autorización de construcciones en el país, emitida por Miguel Ovalle, presidente de la Asociación Nacional de Municipalidades y alcalde de Salcajá, Quetzaltenango; pero, a pesar de que ofreció devolver la llamada, no se comunicó.
Desastres
Habituados a los terremotos y erupciones volcánicas, la situación para los guatemaltecos empeoró a finales de los noventa, cuando comenzaron a incrementarse los desastres naturales relacionados con el cambio climático.
De esa forma el país ha lamentado centenares de muertes y perdido miles de millones de quetzales por fenómenos que vienen desde las tormentas Mitch (1998), Stan (2005) y Ágata (2010).
En la década que acaba de finalizar se incrementó el ritmo de los desastres naturales, al extremo de que el año pasado se produjeron dos depresiones tropicales en menos de un mes.
El 2020, de hecho, en Alta Verapaz e Izabal, departamentos donde estos fenómenos fueron más devastadores, fue el año más lluvioso en la historia desde que hay registros, con un total de tres mil 308 y tres mil 709 milímetros de lluvia en un año, según datos preliminares de las estaciones a cargo del Instituto Nacional de Sismología, Vulcanología, Meteorología e Hidrología (Insivumeh).
En todo el país, el año pasado fue de los más lluviosos, solo superado por 2013 y 2011.
Vulnerabilidad
Desde hace varios años Guatemala ha figurado en los primeros lugares de las lista de países más vulnerables a desastres naturales.
Recientemente, la organización alemana Germanwatch publicó su decimosexto Índice de Riesgo Climático Global 2021. Guatemala figura en el puesto 16, de 180 naciones, de las más afectadas por los fenómenos naturales desde 2000 al 2019.
Este informe, que recopila y analiza eventos relacionados con el clima —tormentas, inundaciones y temperaturas extremas—, evidencia que los países en desarrollo se ven particularmente afectados por los impactos del cambio climático.
Refiere que los efectos “ya se están sintiendo en todo el mundo y que los fenómenos meteorológicos extremos son cada vez más intensos y frecuentes”, por lo cual “es extremadamente importante” que se les ponga atención.
El informe no incluye incidentes geológicos como terremotos, erupciones volcánicas o tsunamis.
No obstante, sí hay estudios que revelan que Guatemala es más vulnerable.
El Reporte Mundial de Riesgos (WRR, en inglés), cuya edición más reciente se publicó en septiembre pasado y analiza datos hasta el 2019, toma en cuenta factores socioeconómicos para determinar el riesgo de un país.
De esa cuenta, Guatemala ocupa la posición 10 de 181 países evaluados, en cuanto a la vulnerabilidad a desastres naturales, y el No. 1 de América.
Dicha lista evalúa cuatro componentes para determinar el grado de vulnerabilidad de un país: la exposición a terremotos, ciclones, inundaciones, sequías y al aumento del nivel del mar.
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También, la susceptibilidad de un país en función de su infraestructura, suministro de alimentos y las condiciones económicas. Además, la capacidad de respuesta en función de la gobernanza, asistencia sanitaria, y la seguridad social y material.
El cuarto componente es la capacidad de adaptación a futuros eventos naturales y al cambio climático.
En resumen, la evaluación de riesgos del WRR se basa en que la intensidad de un evento natural extremo no es el único factor de relevancia para el riesgo de desastre, sino también el nivel de desarrollo de la sociedad.
Asume que otros factores como las condiciones políticas y las estructuras económicas también son responsables de si ocurre o no un desastre a raíz de eventos naturales extremos.
Es decir, entre menos desarrollado sea un país, más vulnerable será a los eventos naturales, que si estuviera mejor preparado en cuanto a susceptibilidad, capacidades de respuesta y capacidades de adaptación.
El resultado final es un promedio de cinco indicadores: exposición a un desastre, vulnerabilidad, susceptibilidad, falta de capacidades para enfrentar un evento y falta de capacidad de adaptación. Guatemala está peor en el primero y quinto aspecto.
Múltiples riesgos
La ubicación geográfica del país incide en la vulnerabilidad a los fenómenos naturales. Guatemala está en una zona donde confluyen tres placas tectónicas y tiene salida a los océanos Atlántico y Pacífico.
Además, el país está atravesado por una cadena volcánica con varios conos muy activos.
Otro factor de peso ha sido la intervención humana sobre la naturaleza, con la deforestación o la minería, sin mayores controles, afirma Walter Monroy, subsecretario de Gestión de Reducción del Riesgo de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres.
También ha repercutido la autorización de construcciones en zonas de alto riesgo, sin tomar en cuenta planes de ordenamiento territorial consensuados con las poblaciones y con respaldo técnicos y científicos.
“Se permite que una población se asiente en cualquier lugar. Viviendas a la par de plantas de gas propano”, por ejemplo, refirió Monroy. “Nosotros, como autoridades, exponemos a la población”, admite.
La vulnerabilidad ha aumentado a medida que el clima se hace irregular y hay más intervención humana.
Antes, la época de lluvia estaba bien definida: comenzaba en mayo y concluía en octubre. Era más predecible. Además, los bosques no estaban tan deforestados, lo cual reducía los riesgos. Pero ambos factores han cambiado y las intervenciones humanas hacen que los riesgos sean más inminentes.
Aunque no hay una estimación de cuántas personas son vulnerables a los desastres naturales en Guatemala, la Conred ha identificado más de 10 mil 300 puntos de riesgo en el país.
“Solo en los alrededores de la capital tenemos una serie de asentamientos humanos, con más de 500 mil personas con una alta exposición a ser impactados con un sismo arriba de 6 o 7 grados”, subrayó Monroy.