Suena bastante simple. Pero esta insulsa descripción de su modelo de negocios no transmite ni un atisbo de la profunda amenaza que representa para la estabilidad política y social de Estados Unidos.
Una inquietud creciente sobre los abusos en redes sociales ya ha llevado a que los legisladores en el Congreso propongan fragmentar algunas de estas empresas tecnológicas y otras medidas antimonopolio más tradicionales. Pero el daño principal que estas plataformas presentan no es su sistema agresivo de precios, su servicio abusivo ni otras de las taras que a menudo están asociadas a los monopolios. Más bien, es su contribución a la desinformación, el discurso de odio y las teorías de la conspiración.
Debido a que los incentivos económicos de las empresas en los mercados digitales difieren tanto de los de otros negocios, las medidas antimonopólicas tradicionales no detendrán esos abusos.
Consideremos lo que nos dice la teoría económica básica.
En el mercado de artilugios preferidos de los economistas (puedes emplear cualquier artículo imaginario de tu preferencia), los productores aumentan su producción hasta que el costo adicional del último artilugio producido es igual a lo que el último comprador está dispuesto a pagar por él. Detener la producción antes de alcanzar ese nivel sería una pérdida de dinero, dado que aún podría venderse un artilugio extra a un precio mayor que su costo marginal. Pasar de ese nivel también sería un desperdicio, dado que el último comprador valoraría la compra a una cifra menor que el costo marginal.
El resultado es el célebre criterio de eficiencia del economista: los bienes y servicios deben venderse al costo marginal de producirlos.
Pero las plataformas digitales simplemente no pueden cumplir este criterio, dado que el costo marginal de atender a más consumidores es básicamente cero. Debido a que los costos iniciales de producción de contenido de una plataforma son considerables y ya que el primer objetivo de una empresa es ser solvente, no pude regalar nada. Aún así, cuando el precio excede el costo marginal de producción, la competencia presiona despiadadamente a los rivales a recortar sus precios, eventualmente hasta llegar a cero. Eso, en breve, es el dilema de los productores de contenido en la era digital.
Esto ayuda a explicar por qué el contenido publicado se ha ido migrando a los agregadores digitales como Facebook. Estas empresas no ganan dinero por acceder al contenido, sino mostrándolo con avisos dirigidos con mucha precisión según el tipo de cosas que la gente ya ha elegido ver. Si esa intención consciente fuera a perjudicar a la estabilidad social y política, este modelo de negocios a duras penas podría ser un arma más efectiva.
El diccionario Merriam-Webster define al clickbait como “algo (como un titular) diseñado para que los lectores quieran darle clic a un hipervínculo en especial cuando dicho vínculo conduce a contenido de interés o valor dudoso”. El modelo de avisos dirigidos es clickbait en esteroides.
Los algoritmos que eligen contenido específico para cada individuo están hechos para maximizar el tiempo que las personas pasan en una plataforma. Tal como reconocen los desarrolladores, los algoritmos de Facebook son adictivos por diseño y explotan los estímulos emocionales negativos. La adicción a la plataforma impulsa las ganancias y el discurso de odio, las mentiras y las teorías de conspiración impulsan consistentemente la adicción.
Estudios minuciosos han mostrado que los algoritmos de Facebook han creado significativamente más polarización política. Los investigadores han identificado un pequeño grupo de personalidades de derecha —entre ellos destaca Dan Bongino— cuya influencia en redes sociales tuvo un gran papel al promover las falsas creencias sobre la elección presidencial de 2020. Y el testimonio de los presentes deja poco lugar a dudas de que las publicaciones en varias plataformas de redes sociales ayudaron a provocar el asalto al Capitolio el 6 de enero en Estados Unidos.
Algunas personas se oponen a las limitaciones a las redes sociales por motivos libertarios. John Samples, vicepresidente del Instituto Cato, un instituto de investigación conservador, dice, por ejemplo, que el gobierno no tiene por qué cuestionar el criterio con el que las personas publican o lo que leen en redes sociales. Esa postura sería más fácil de defender en un mundo en el que las decisiones individuales no tuvieran un impacto negativo en los demás. Pero los efectos colaterales negativos son de hecho bastante comunes.
Cuando un accidente, por ejemplo, bloquea los carriles en dirección al sur de una autopista, también causa demoras en los carriles hacia el norte porque muchos de los conductores que van al norte consideran que vale la pena bajar la velocidad diez segundos para ver qué pasó. Sin embargo, el efecto acumulado de dichas decisiones podría ser de horas de demora para los conductores que van detrás de ellos. Si los conductores podrían decidir colectivamente, casi con certeza rechazarían esa carga. Pero los conductores toman esas decisiones de manera individual, no colectiva.
Por razones paralelas, los incentivos individuales y colectivos sobre qué publicar o leer en redes sociales, a menudo son muy contrastantes. Simplemente no hay suposición de lo que se propaga en estas plataformas beneficia ni siquiera a los propios intereses del individuo en particular y mucho menos a los de una sociedad en su conjunto.
En resumen, los remedios antimonopólicos que se evalúan en el Congreso y en las cortes no van a detener los abusos que emanan del modelo de negocios de avisos personalizados. Más prometedor, sin embargo, podría resultar otra medida: que las plataformas abandonen ese modelo a favor de uno de suscripción en el que los miembros adquieren acceso al contenido a cambio de una modesta cuota recurrente.
Para quienes estén dispuestos a pagar dicha cuota, el modelo satisface el criterio de eficiencia del economista, dado que podrán gozar de cantidades ilimitadas de lo que ofrece la plataforma sin un cargo marginal. A los principales diarios les ha ido bien con este modelo, que también avanza en la publicación de libros. El modelo de suscripción debilita bastante el incentivo de ofrecer contenido adictivo dirigido por algoritmos producido por individuos, editoriales u otras fuentes.
Pero dado que las plataformas no incurren en gastos adicionales al presentar contenido a los nuevos miembros, el modelo de suscripción no es completamente eficiente: cualquier cuota positiva inevitablemente va a excluir al menos a algunos de los que valorarían tener acceso pero no lo suficiente como para pagar la cuota. Lo que es más preocupante, los excluidos podrían ser desproporcionadamente de grupos de menores ingresos. Dichas objeciones podrían abordarse de manera específica, tal vez con una modesta desgravación para compensar las cuotas de suscripción, o de manera más general, al hacer que la red de seguridad social sea más generosa.
Adam Smith, el filósofo escocés del siglo XVIII ampliamente considerado el padre de la economía, es reconocido por su teoría de la mano invisible, que describe las condiciones bajo las cuales los incentivos del mercado promueven resultados socialmente beneficiosos. Muchos de sus más fervorosos admiradores podrían considerar que las medidas para restringir el comportamiento en plataformas de redes sociales son una extralimitación regulatoria.
Pero el notable entendimiento de Smith era en realidad más matizado: las fuerzas del mercado a menudo promueven el bienestar de la sociedad, pero no siempre es así. En efecto, como vio claramente, los intereses individuales a menudo están simplemente enfrentados a las aspiraciones colectivas y en muchas de esos casos intervenir es lo mejor para la sociedad. La actual crisis informativa es uno de esos casos.
Las propuestas para regular las redes sociales merecen un riguroso escrutinio público. Pero lo que los acontecimientos recientes han demostrado es que la tradicional postura no intervencionista de los formuladores de política ya no es defendible.