La ética es aquel ámbito del saber que se interesa por las acciones humanas en la medida en que esas acciones nos afectan directamente a las personas en nuestro modo de ser y actuar.
Los seres humanos nacemos, pero está en nuestras manos “hacernos”, llegar a ser el tipo de persona que somos, a través de las decisiones y acciones que configuran nuestra biografía. Por ello, podemos calificar a la gente en función del tipo de comportamiento que les vemos realizar.
Y así decimos de una persona que es fiable, justa, generosa, comprometida, servicial, honrada; o, por el contrario, decimos de alguien que es egoísta, perezoso, no fiable, mentiroso, despilfarrador.
Y estas características de las personas —que describen parte de su personalidad— tienen necesariamente un impacto en nuestra relación con ellas. A todos nos apetece más trabajar con personas con características positivas que trabajar con otras que caracterizamos negativamente.
Hay que actuar éticamente por una cuestión de principios, pero la ética tiene también consecuencias, y se puede medir su efectividad en función de ellas.
Una de esas consecuencias es que una actitud ética por parte de las personas que componen una empresa favorece un clima en el que se fomenta una relación armónica entre sus miembros; y ello estimula a un mejor trabajo.
Y si la ética ayuda a un mejor clima laboral que redunda en un mejor trabajo de todos, ¿cómo es que se le dedica tan poca atención y tan pocos recursos? Para algunos, la ética es vista como un coste que hay que asumir “porque no hay más remedio”. Otros prefieren verla como una inversión, que se estima conveniente y que se justifica porque tendrá sus retornos positivos en un plazo de tiempo más o menos largo.
La primera visión es equivocada; y la segunda es incompleta. Efectivamente, la ética no es un coste, aunque cueste; los costes se intentan reducir, pero la ética no conviene reducirla. La ética tiene retornos, pero no hay que verla solo como una inversión. La ética hay que verla, sobre todo, como un activo de la empresa. Un activo que se deprecia, si no se cuida y se mejora; por eso hay que invertir en ética. Un activo que es un factor diferencial, un factor de excelencia —una ventaja competitiva—, en el que la empresa puede apoyarse cuando hay dificultades.
Por todas estas razones conviene invertir en ética. Hay muchas veces una disonancia entre la importancia que se le da a la ética, y los recursos que se destinan a la formación ética de los empleados y al apoyo que se les presta en las situaciones conflictivas que puedan aparecer. Esa disonancia puede estar ocasionada por una visión sesgada que lleva a pensar que la ética pertenece al plano personal y que la empresa puede hacer muy poco —o, incluso, por un mal entendido concepto de respeto a la privacidad, que no debe hacer nada— para apoyar a sus empleados en la valoración de la dimensión ética de sus acciones.
Los empleados, el activo más importante
Si es verdad —y lo es— que “el activo más importante de las empresas son sus empleados”, ¿cómo es posible que cuidemos tan poco a estos empleados en lo que tienen de más valioso, a saber, su conciencia, sus valores, el ejercicio de su libertad? La empresa tiene derecho a decirles a sus empleados cómo deben actuar cuando actúan en su nombre; pero, sobre todo, tiene la obligación de apoyarles y de no dejarles solos, a merced de unas circunstancias que a veces pueden resultar demasiado tentadoras.