La idea tomó como modelo, de forma bastante evidente, el Festival Glastonbury de Inglaterra —la araña ha sido un elemento habitual de ese evento durante una década— y, aunque el festival acaba de ser anunciado en una etapa relativamente tardía de la preparación para el Mundial, los organizadores esperan atraer a unos 200.000 aficionados. Todos y cada uno de ellos deben estar advertidos: resulta que quedarán “cautivados hasta altas horas de la noche”.
Sin embargo, la araña no estará sola, lo cual podría ser un problema si eres un horripilante mastodonte metálico.
Arcadia Spectacular no es el único festival musical que tendrá lugar en Catar 2022. Habrá otro en Al Wakrah, organizado por una empresa llamada MDLBEAST: se nota que será vanguardista porque el nombre está en letras negritas mayúsculas y se ha deshecho de algunas de sus vocales, el tipo de letra más pasado de moda.
No obstante, esos eventos forman tan solo una parte del tapiz de entretenimiento en oferta para los aficionados a lo largo del torneo. Está la isla Al Maha, con su pista de patinaje en hielo, su circo y su parque temático; Lusail, la primera ciudad construida para una Copa del Mundo, donde el bulevar central tendrá “desfiles de vehículos” y espectáculos futurísticos de luces; la costera de Doha, 9 kilómetros de artistas callejeros itinerantes y una “atmósfera de carnaval”; y, claro está, los clubes de playa, el parque de aficionados y, alrededor de todos los estadios para todos los partidos, un evento de nombre pegajoso: la “Activación Cultural Última Milla”.
En otras palabras, Catar ha cumplido su palabra: prometió que iba a montar un espectáculo y así lo ha hecho. No ha escatimado en gastos. No ha dejado de voltear ninguna piedra. Los planes que tiene para la que podría denominarse como la experiencia de torneo por excelencia son grandiosos, ambiciosos y espectaculares.
Lo único lamentable es que no son, en ningún sentido, el reflejo de lo que quieren o necesitan los aficionados y que dejan al descubierto una confusión fundamental —por parte de los organizadores locales y, algo aún más inadmisible, de la misma FIFA— respecto a lo que hace especial a un Mundial.
En realidad, no es el fútbol lo que hace a la Copa del Mundo. Por supuesto que hay veces que los juegos son asombrosos, desgarradores y te hacen comerte las uñas, que lo que ocurre en el campo queda grabado en la memoria colectiva como un tatuaje radiante y duradero o una cicatriz dolorosa. Pero, con mayor frecuencia, es algo más etéreo. En el fondo, el Mundial es un sentimiento.
Hay muchas razones para criticar la idea de una Copa del Mundo en Catar. Primero que nada, las inquietudes actuales sobre los derechos humanos, la amoralidad nauseabunda de un torneo construido con trabajo forzado. También está la preocupante incertidumbre en torno a cuán bienvenidos serán los aficionados homosexuales y a si en verdad será un torneo para todos.
Y está el costo. Los organizadores del torneo insisten en que Catar tiene un “inventario cómodo para los aficionados”: dicen que todas las noches del torneo habrá “hasta” 130.000 habitaciones para albergar a los aficionados. Además, hay “opciones para todos”, desde hoteles y villas hasta apartamentos y cruceros, tiendas de campaña de lujo, cabañas sencillas e incluso casas rodantes. La opción más barata cuesta “apenas 80 dólares por habitación por noche”, comentó un vocero del Comité Supremo para la Organización y el Legado.
En estos momentos, hay apartamentos disponibles por 102 dólares por persona por noche para ciertas fechas, aunque se advierte que se está acabando la disponibilidad. Si dejas pasar la oportunidad, el precio aumenta con rapidez. Otras opciones empiezan en los 300 dólares la noche. Una tienda de campaña de lujo cuesta más de 400 dólares. Una litera en un crucero inicia en unos 500 dólares. Los hoteles pueden llegar hasta los miles de dólares por una sola noche.
Esa es la Copa del Mundo como la imagina Catar, y pareciera que también la FIFA: un producto de primera calidad, una experiencia de estilo de vida que se puede adquirir a cierto precio de venta al público, un patio de juegos para la clase corporativa, los ricos itinerantes, los viajeros lujosos. Es un evento que diseñaron consultores para consultores, el tipo de lugar en el que se contrata una gigantesca araña tragafuego para disfrazar con un espectáculo la ausencia de emoción.
Y, por desgracia, este Mundial será más pobre por eso. No se puede lograr una atmósfera carnavalesca con una orden. No es posible tomar todos los escenarios, las actuaciones y la logística de Glastonbury y simplemente recrearlos en alguna otra parte, al igual que no es posible tomar la mezcla orgánica y auténtica de miles de aficionados de todo el mundo y remplazarla con una serie de “eventos culturales” y “activaciones de patrocinadores”.
Lo que hace al Mundial, lo que siempre hace al Mundial, es la gente. No la que está en el campo, ni siquiera la que está en las gradas, sino la que solo va para estar ahí, tan solo para tener una probadita, para agregar color, sonido y alegría.
Es difícil no preocuparse porque muchos de esos aficionados no podrán asistir a Catar por su costo o porque quedarán excluidos debido a que no los dejarán entrar al país sin un boleto para un partido, y porque con ellos el sentimiento cambiará, pues el torneo se convertirá en una imitación de sí mismo, un tributo a todas las cosas que se pueden comprar con dinero —entre ellas una araña que escupe fuego— y a todas las cosas que no.