Sin embargo, al mismo tiempo que el equipo de Zinedine Zidane celebraba la victoria, el presidente del club, Florentino Pérez, estaba dando los últimos toques a un plan diseñado para, en efecto, destruir la competición para siempre.
Pérez pasó el final de la semana pasada haciendo llamadas, buscando apoyo y calmando los nervios de algunos de los ejecutivos más poderosos del fútbol europeo por un plan que lleva años en construcción.
El domingo 18 de abril se revelaron finalmente los frutos de esa labor: una docena de clubes líderes —el Manchester United, el Liverpool, el Arsenal, el Manchester City, el Chelsea y el Tottenham de la Liga Premier; la Juventus, el Inter Milan y el A. C. Milán de Italia. y el Real Madrid, el Barcelona y el Atlético de Madrid de España— habían acordado convertirse en miembros fundadores de una superliga separatista.
Pérez y sus aliados debieron haber sabido cuál sería la reacción: un gran torrente de condenas cáusticas, cada una salpicada de una furia apenas disimulada. La UEFA emitió un comunicado, también firmado por la Liga Premier, La Liga de España y la Serie A de Italia, en el que amenazaban a los conspiradores con la expulsión si continuaban por este camino oscuro y turbio.
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La Bundesliga de Alemania brindó su apoyo, a pesar de que sus equipos se habían negado a adherirse a las propuestas. La liga francesa hizo lo mismo.
Los ejecutivos de esos equipos que quedarían a la deriva hablaron con seriedad acerca de la necesidad de proteger la pirámide del fútbol. Los grupos de aficionados rechazaron en masa y de plano cualquier ruptura.
También lo hicieron varias asociaciones nacionales. Gary Neville, el exjugador del Manchester United que se ha convertido en un elemento esencial de las transmisiones televisivas británicas, expresó su opinión.
Casi igual de importante, el primer ministro británico, Boris Johnson, expresó con gravedad que los clubes involucrados tendrían que responderles a sus aficionados. El presidente francés, Emmanuel Macron, emitió un comunicado en el que condena la idea. Ninguno de los equipos de su país ha aceptado participar.
Solo se le había preguntado al Paris Saint Germain. Dijo que no. Por ahora.
No hace falta aclarar que ninguna de estas partes puede considerarse verdaderamente imparcial. Por supuesto que la UEFA no quiere que le usurpen la Liga de Campeones. Por supuesto que las principales ligas nacionales no pueden tolerar la idea de que sus torneos sean menoscabados.
Por supuesto que los ejecutivos de esos clubes que serían excluidos no quieren que la gallina de los huevos de oro de la que se benefician pierda valor.
Todos tienen intereses propios de una manera u otra, pero eso no significa que su indignación esté injustificada. Puede que sus razonamientos no sean menos avaros o cínicos que la de los clubes rebeldes.
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Sus llamados a defender la santidad de la pirámide del fútbol pueden sonar estrepitosamente vacíos. Sin embargo, el problema con el plan no es que acentúe el dinero; es que elimina el riesgo.
Para la docena de miembros fundadores, el atractivo de una Superliga es que es predecible. Ya no habría que preocuparse por la clasificación para la Liga de Campeones —es posible que al menos cuatro de los equipos comprometidos se pierdan la edición de la próxima temporada solo por no ser lo suficientemente buenos en sus ligas nacionales— para tener acceso al premio más lucrativo del fútbol. En cambio, los ingresos estarían garantizados.
El fútbol, como ha escrito el historiador David Goldblatt, es un fenómeno cultural global de una escala casi incomparable. Cristiano Ronaldo es mucho más famoso ahora que The Beatles en su apogeo.
Para los grandes clubes, este es un punto a su favor; después de todo, ellos son los equipos que la gente de todo el planeta paga por ver. ¿Por qué deberían esparcir la riqueza que le generan a todos los demás?
La respuesta es bastante simple: porque no han construido su popularidad solos. Esto en lo que se ha convertido el fútbol es testimonio de la abundancia de su herencia, de las historias contadas no por un puñado de clubes sino por cientos de ellos.
Al buscar romper el vínculo entre la élite y las masas, la docena de clubes rebeldes están efectivamente intentando cosechar para sí mismos las recompensas que le corresponde al colectivo en lo que es, en efecto, un momento arbitrario en la historia.
Si este plan se hubiera reprimido otros cinco años, ¿se habría invitado al Tottenham a unirse o su lugar podría haber sido tomado por el Leicester City? En una década, ¿podría el Nápoles haber remplazado al A. C. Milán?
Desde otro punto de vista, este momento no tiene nada de arbitrario. Por supuesto, es posible que todo esto termine en nada, que las cartas de intención resulten ser más fáciles de invocar que la acción de hacer realidad una superliga. Hay un montón de obstáculos esperando, tanto de las autoridades del fútbol como de las que están por encima de ellas, en forma de gobiernos nacionales y de la Unión Europea.
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Pero incluso si este plan fracasa, el concepto volverá, y no tardará mucho en hacerlo, de alguna manera ligeramente modificada. En efecto, una superliga es inevitable; el fútbol europeo lleva años a la deriva, inexorablemente, hasta este punto.
Y es aquí donde no se les puede culpar de todo a aquellos que esperan beneficiarse de cerrar la puerta, de decidir cómo se hace. Muchos de los que pasaron el 18 de abril escupiendo furia por la codicia de los conspiradores han sido cómplices, durante los últimos 30 años, de lograr que esta —o algo muy similar— sea la única conclusión posible.
Eso es cierto en el caso de la Liga Premier, que recibió dinero de cualquiera que pudiera costearse comprar un club, y se enorgulleció de su enfoque de “propiedad neutral”, pero nunca se detuvo a preguntar si algo de eso era bueno para el juego.
Es también el caso de las autoridades españolas, que dejaron bien claro que las reglas no se aplicaban en realidad para el Real Madrid o el Barcelona.
Quizás, sobre todo, es el caso de la UEFA, que se ha enriquecido de manera grosera con las ganancias de la Liga de Campeones, por haber cedido a las exigencias de sus clubes más poderosos y haber regalado cada vez más poder solo para mantener el espectáculo en marcha.
Incluso se aplica para el resto de los esclavos del fútbol —los medios de comunicación, los comentaristas y los aficionados— quienes celebramos los traspasos multimillonarios, los enormes acuerdos televisivos y el notorio consumo de dinero y nunca nos detuvimos a preguntar en qué terminaría todo esto.
Es por eso que, en realidad, no debería ser una sorpresa que los rebeldes crean que su plan podría funcionar, que no existe una línea roja, que hagan lo que hagan, todos seguiremos atentos y la pelota seguirá rodando. No es de extrañar que piensen que pueden hacer lo quieran. Después de todo, es lo que han hecho durante años y, hasta ahora, nadie los ha detenido.