La respuesta fue que el juego en esencia se detenía. En algunos casos, el arquero del equipo que iba ganando “tocaba el balón hasta diez veces más” que la combinación de todos los otros jugadores. Jeandupeux descubrió que la mejor manera de ganar en el fútbol era asegurarse de que se jugara la menor cantidad de fútbol posible.
Jeandupeux le envió sus hallazgos en una carta a un viejo amigo, Walter Gagg, quien trabajaba en el departamento técnico de la FIFA. La advertencia fue cruda. “Tanta posesión está destinada a matar el juego”, escribió Jeandupeux, a menos que se tomaran acciones para rectificar el camino.
Jeandupeux eligió el momento propicio de una forma inmaculada. La FIFA había estado preocupada sobre una epidemia de tiempo perdido durante más o menos una década, pero siempre se había topado con que el International Football Association Board —un órgano dominado por británicos y el responsable de las reglas del juego— estaba reacio a cambiar. Sin embargo, había una persona en la cima de la organización que estaba determinada a terminar con el estancamiento. El inconveniente fue que esa persona era Sepp Blatter.
Unos pocos meses después del Mundial, Blatter creó una comisión especial que llamó Task Force 2000, justo el tipo de nombre que se le pudo haber ocurrido a Sepp Blatter para cualquier cosa. Con Michel Platini a la cabeza —de nuevo, en retrospectiva, una situación un poco problemática—, la comisión tenía la tarea de hacer el juego más dinámico y dramático.
La carta de Jeandupeux cristalizó muchas de sus opiniones. Jeandupeux sugirió que se prohibiera la forma más indignante de hacer tiempo (una piedra angular durante décadas): Jeandupeux dijo que los arqueros debían tener prohibido darle el balón a un compañero, recibirlo de regreso y levantarlo de nueva cuenta, tan solo para repetir el proceso unos segundos más tarde.
La Task Force decidió que esa propuesta no bastaba. En cambio, sus miembros decidieron que los arqueros ya no podrían usar las manos para recibir el pase de un compañero. A unos pocos meses de que Jeandupeux le enviara la misiva a Gagg, habían inventado la que se conocería como la regla de cesión.
En el fútbol moderno, todo fluye a partir de ese cambio. Sin esa carta, sin esa Task Force —y, sí, sin Blatter— no existiría el tiquitaca, no existiría la presión alta, no existiría un Arsène Wenger, un Pep Guardiola ni un Jürgen Klopp. No existiría el juego como lo vemos en la actualidad.
Es importante recordar eso ahora que el juego, una vez más, se encuentra debatiendo un cambio. La UEFA, el órgano rector del fútbol europeo, ya ha aprobado un nuevo formato para la Liga de Campeones. Esta semana, la organización confirmó que iba a reservar dos lugares en el torneo para los equipos que calificaran por “mérito histórico”, según se le ha llamado, de una forma un tanto eufemística.
Sin embargo, ni siquiera eso le bastó a Nasser Al-Khelaifi. En su papel de presidente de la Asociación de Clubes Europeos —y no de presidente del Paris Saint-Germain, de beIN Sports, de Qatar Sports Investments ni de vicepresidente de la Asociación Asiática de Tenis—, Al-Khelaifi tiene en mente otros cambios.
Estos van desde los más bien vagos —en esencia, equivalentes a una lista de palabras de moda en la Web3 como “metaverso” y “NFT”— a los más concretos. Al-Khelaifi cree que vale la pena explorar la idea de una Supercopa europea expandida, lo cual convertiría a una atracción semiseria en un torneo por derecho propio, uno que se podría jugar fuera de Europa. También consideraría un torneo del estilo final a cuatro para la Liga de Campeones. Si leemos entre líneas, Al-Khelaifi contemplaría cambiar los horarios del inicio de los partidos para satisfacer a mercados televisivos en Estados Unidos y Asia.
A primera vista, expandir la Supercopa es una idea razonable. Es posible que los beneficios de escenificar las semifinales y la final de la Liga de Campeones en un solo lugar —la sensación de que algo especial pasará, el dramatismo de una eliminación directa— superen las complicaciones indiscutibles de seguridad, logística y la pérdida de ingresos y, de una forma crucial, de atmósfera que generan las semifinales en la sede local de un club.
Incluso el concepto de permitir que pasen equipos a la Liga de Campeones a pesar de no haber calificado en sus competencias locales no es tan absurdo como se le ha presentado: aunque una propuesta de ese tipo, sin duda, aumentaría la desigualdad que sigue siendo el mayor desafío del juego, al menos hay una lógica detrás de la idea de recompensar el desempeño en el torneo mismo.
Entonces, no hay ninguna razón para rechazar las ideas de Al-Khelaifi, solo porque representen un cambio. De hecho, el problema es el opuesto: estas ideas no representan un cambio suficiente.
Por ejemplo, fue impactante que Al-Khelaifi citara al Supertazón como un ejemplo del tipo de cosas que el fútbol debería estar haciendo. Nadie, en ninguna parte, está tan obsesionado con el Supertazón como la gente que dirige los equipos del fútbol europeo. Ninguno de ellos parece detenerse nunca a considerar el hecho de que la audiencia global de la final de la Liga de Campeones eclipsa a la del Supertazón, la realidad de que el fútbol es más popular que la NFL en un orden de magnitud mundial ni que ha logrado todo eso a pesar de no tener un espectáculo de medio tiempo.
Las personas influyentes en el fútbol proponen estas cosas —fuegos artificiales, compañías de danza, competencias con imágenes renovadas, cambios de formato y todo el resto— porque, aunque los cambios que tendrían el mayor efecto son más sencillos, están muy alejados de sus intereses.
La manera de hacer que cada juego sea “un evento”, en palabras de Al-Khelaifi, no es invitar a Maroon 5. Es aumentar el equilibrio competitivo entre dos equipos rivales para que el resultado no se sienta como una conclusión inevitable. La razón por la que la etapa de grupos no es “cautivadora” no se debe a que falte un espectáculo de luces al estilo de Jean-Michel Jarre antes del inicio del juego, sino a que es una etapa de grupos, así que no hay un sentido genuino de riesgo.
Cualquiera que tenga el más mínimo ápice de entendimiento del fútbol —de los deportes— lo comprende: solo basta recordar como máximo la semana pasada y las eliminatorias para el Mundial para caer en cuenta de que el dramatismo no lo genera la escenificación de un partido ni siquiera la calidad de este, sino el significado y el contenido.
Por supuesto que Al-Khelaifi no propondrá un cambio tan radical. Abordar la falta crónica de equilibrio competitivo no le beneficiaría al PSG ni al resto de la camarilla de superclubes cuya agenda sigue dominando la manera de pensar de la UEFA. Más bien, él y sus pares continuarán creyendo —e insistiendo— que el camino hacia el crecimiento del fútbol depende de mejorar el empaque y no el producto.