Tras el draft del Garden, casi sin descanso, Jordan se encaminó a la concentración de la selección olímpica de EE. UU. que dirigía el General Robert Montgomery Knight. El 10 de agosto, en el Forum californiano de Inglewood, y en los Juegos de Los Ángeles, aquel soberbio equipo cohesionado por Bob Knight, con Jordan, Perkins, Ewing, Chris Mullin, Robertson, Fleming, Alford, Wood y el ya también fallecido Tisdale… recuperó en la final olímpica ante España (96-65) el oro que los estadounidenses se habían descolgado al renunciar en 1980 a los Juegos de Moscú.
Por prodigioso que fuera, Jordan —hoy, a los 51 flamantes años, padre de gemelas en compañía de su segunda esposa, Yvette Prieto— aún tardó siete años en ceñirse su primer anillo de campeón de la NBA: fue en 1991, y fue también en el Forum de Inglewood, en todo un cambio de guardia con los Lakers de un Magic Johnson —ya privados de Kareem—, quien en pocos meses iba a dejar las pistas, golpeado y conmocionado por el virus del sida. Pese a todo, entre 1984 y 1991, el brillo de Jordan, el Hijo del Aire, ya iluminaba la NBA con luz propia. “A Michael le agobia la popularidad”, avisaba ya Granville Waiters, un peculiar pivote que acompañó a Jordan en sus primeros años en Chicago. ¿Cómo fue la vida y la carrera de Michael Jordan entre 1984 y 1991? Pues…
A finales de los años de 1980, descender a un arcángel al suelo —los Bulls de Doug Collins ejecutaban lo que se llamaba El Ataque del Arcángel: ‘Sálvanos, San Michael’ valía U$9 millones en los años 1980, 1988, 1989, sumados el dinero de Chicago Bulls, Nike, Guy Laroche, McDonald’s, Coca Cola y casi todas las tentaciones terrenales. En el Boston Garden, en 1986, Larry Bird dijo de él que era “Dios disfrazado de Michael Jordan”. Despegaba y volaba. Podía ser para los Bulls, el arcángel San Michael: sí, efectivamente. Pero, en aquellos tiempos, una deidad que se preciara necesitaba al menos un anillo de campeón. Hace tres décadas, Jordan era y tenía todo en la NBA.
EL CULTO A LA PERSONALIDAD
En un país donde los escándalos de droga y corrupción se generalizaban morbosamente, Jordan representó el hijo que muchas familias hubiesen deseado. Nacido el 17 de febrero de 1963 en Brooklyn, Deloris y James Jordan le dispensaron idénticas severas atenciones que a sus otros cuatro hijos mayores. Antes de ir a Laney High School, en Wilmington, ya en North Carolina, aún tuvo tiempo de instruirse en el código del suburbio. Una riña durante un partido de beisbol casi le lleva a la cárcel —la evitó porque estaba casi completa— y, de camino, cortó la carrera del incipiente bateador. Sus padres se lo pusieron en conocimiento: “Si no eres responsable de tus actos, no irás al instituto. Si no vas al instituto, solo te queda trabajar”. A los 14 años medía 1.75 metros y su futuro como estrella del baloncesto resultaba improbable. Pero consiguió que lo reclamasen desde Wilmington junto a Sam Perkins, compañero de travesuras. No había opción: o Wilmington, o conducir autobuses como su hermano o mozo de gasolinera.
Y funcionó, solo la Naturaleza sabe cómo. Una extraña mutación se produjo en aquella bengala negra que no fumaba, no bebía, solo gozaba con una pelota de futbol, baloncesto o beisbol. Nadie medía más de 1.80 en su familia. Pero, poco antes de finalizar su ciclo en Wilmington, Michael Jordan ya se elevaba a 190 centímetros. “A veces le pregunto a mi madre ¿cómo era de alto el lechero?”, bromeaba.
Pronto llegaron Dean Smith, North Carolina y la final de 1982 contra Georgetown, John Thompson y Patrick Ewing. Pero nada cambiaría en un hombre que, con el pie a medio cicatrizar tras la fractura de 1985 llegó a mentir a Jerry Reinsdorf, propietario de los Bulls: solo por el deseo de jugar, for the love of the game. En 1984, Jordan se había hecho insertar en su contrato una cláusula que dejó atónito a Jerry Krause, general mánager de los Bulls: podría jugar a baloncesto fuera de temporada, siempre que lo deseara. “Nunca le consentiría eso a otro jugador”, rezongó Krause. En cierta forma era como conceder a Bruce Springsteen que cantara donde le viniese en gana. Todo junto fue creando el culto al soplo de aire fresco llegado del sur, cerca de Graceland, la utopía de Memphis que entonces cantaba Paul Simon. EE. UU. no solo se deslumbraba o rendía ante Jordan. Jordan le gustaba a todos. La iglesia de Wilmington —Michael es católico a rajatabla— le dedicaba oficios y sermones especiales. América creyó en él: Michael Jordan, Hijo del Aire, que nunca se adornó con la parafernalia ambigua de Carl Lewis, hijo del viento, y no se ocultaba como hacía Michael Jackson: en la piel de Jordan no se detectaba una sola mancha.
Finalizó la graduación en Geografía un verano después de dejar North Carolina y Chapel Hill, y consiguió sacar a Nike de la crisis tras vender US$110 millones de sus primeras Air Jordans, rojo y negro, los colores del demonio, más otros US$18 millones en distinto material de la misma línea. Hacia 1988, Michael ya se embolsaba US$5 millones anuales por negocios fuera del radio de acción de la NBA: Nike, McDonald’s, Coca Cola, Chevrolet —solo en Chicago—, Wilson, Guy Laroche —relojes Time Jordan—, productos Johnson, Hanes, Gatorade, cereales Wheaties. En 1988, Nike y Chicago Bulls ampliaron y mejoraron los contratos iniciales de 1984, que saltaron a US$20 millones y US$26 millones, respectivamente —el de los Bulls, inicialmente, por un plazo de ocho años—. Era un río de oro. Jordanitis. Más tarde, ya con los Juegos de Barcelona 1992 en lontananza, en las televisiones norteamericanas de finales de los años 1980, después de la derrota ante la URSS de Sabonis en la semifinal olímpica de Seúl.