Nota Bene

¿Quién captura a quién?

El regulador crea incentivos perversos

Debemos repensar las implicaciones para las instituciones políticas de la captura regulatoria. Hace ya 53 años que el economista de la Universidad de Chicago, George Stigler, introdujo el concepto e ilustró la captura con dos ejemplos. Él notó que las compañías ferroviarias solicitaron a las autoridades, es decir, “compraron” reglamentación, para evitar que los camiones de carga compitieran con los trenes. Las autoridades limitaron el peso y las dimensiones del camión. Las licencias ocupacionales o la colegiación profesional, a su vez, constituyen una barrera de entrada al mercado y otorgan un entorno protegido a quienes cuentan con permisos para ejercer.


Suponemos que la iniciativa la tienen los empresarios. Ellos desvían su tiempo, atención y dinero hacia maniobras políticas para cooptar el poder y obtener privilegios. Una vez gozan de protección, pueden cobrar precios altos, ofrecer bienes de baja calidad, y descuidar su operación interna. Sería preferible que invirtieran sus recursos escasos en hacer más eficiente su empresa y competir en el mercado abierto. Cuando una multitud de sectores económicos están regulados, perdemos todos, tanto los consumidores como los beneficiados temporalmente, pues la regulación tiene un efecto neto empobrecedor.


Olvidamos que el sector público también sufre severamente. Los reguladores no son meras víctimas capturadas por el regulado. Ellos “venden” múltiples regulaciones a cambio de donativos para sus campañas políticas, sobresueldos y hasta transferencias corruptas. De hecho, los legisladores suelen proponer iniciativas de ley, y los burócratas diseñan acuerdos ministeriales, a través de los cuales crean oportunidades de lucro para sí mismos y los regulados. Un grupo de interés, una burocracia, un sindicato u otra entidad estatal pueden capturar al regulador: no siempre es empresario quien hace la captura. El nivel de sofisticación ha llegado a tal punto que políticos fundan empresas de fachada, que sin experiencia ni capacidad instalada compiten contra industrias establecidas para acceder a concesiones y contratos estatales. El regulado y el regulador de la teoría de Stigler se convierten en la misma persona, que juega de los dos lados de la ecuación.

El regulador crea incentivos perversos.


Los costos sociales de un sector público dispensador de favores son cuantiosos porque incentiva cada vez más búsquedas de privilegios, tergiversa el trabajo dentro de las dependencias públicas, requiere de burocracias abultadas para hacer cumplir las complejas normativas y desvía el gasto público hacia fines particulares. Se crean potentes intereses resistentes a intentos por reformar o modernizar la administración pública.


Quizás no reparemos en el protagonismo del regulador porque los actores políticos se cuidan de justificar sus planes apelando al “interés común”, y dicen hacer todo en función del bienestar ciudadano. Así, por ejemplo, nos dicen que las licencias ocupacionales son necesarias para proteger a los consumidores de peluqueros o, peor aún, los médicos farsantes.


Otra razón es la desconfianza de los mercados. Algunos, sobre todo los economistas de bienestar, plantean que los tecnócratas competentes deben dirigir las acciones de los oferentes y los demandantes, a fin de evitar que las personas libres dañen a los demás. En realidad, los mercados libres son dinámicos y se ajustan a las cambiantes señales que reciben de los partícipes.


La única forma de salvar a la sociedad de estos elevados costos es cerrando el chorro de los privilegios y las protecciones. Nadie tendrá motivos para capturar a un funcionario si este está impedido por ley de distribuir favores.

ESCRITO POR:

Carroll Ríos de Rodríguez

Miembro del Consejo Directivo del Centro de Estudios Económico-Sociales (CEES). Presidente del Instituto Fe y Libertad (IFYL). Catedrática de la Universidad Francisco Marroquín (UFM).