“¡Más cuerda, amarren más cuerda!”
La cuerda no era una sola, sino ocho atadas entre sí. En un extremo un rústico ovillo de hebras grises y gastadas, al otro un octógono de palos de bambú adornado con un complejo y multicolor diseño en papel, que se elevaba a más de seis metros sobre el suelo de Santiago Sacatepéquez.
“¡Más cuerda, vamos, dale más cuerda!”
Fueron siete grupos de jóvenes los que exhibieron sus barriletes en un campo de futbol escondido entre milpas y hortalizas a las afueras del pueblo. Tan oculto que a los pobladores no se les anunció la ubicación y el único público presente fueron los campesinos de las parcelas aledañas.
A las siete de la mañana, los grupos ya estaban listos en sus puestos asignados con antelación, trabajando en los amarres de alambre para fijar las varas de bambú que sirven de estructura de los barriletes. Las instrucciones, a veces a gritos y casi siempre entre risas, las intercalaban entre kaqchikel y castellano, los dos idiomas que predominan en aquel pueblo del departamento de Sacatepéquez.
“Cuando se dio el primer caso en Guatemala todo esto se suspendió; pero en octubre los muchachos estaban con ganas de ver cómo podían expresar lo que sentían”, dijo Santos Castillo, presidente de la Asociación de Barrileteros de Santiago Sacatepéquez, quien, en medio del trajín de los últimos minutos del montaje, se detiene para explicar la complejidad de trasladar una preparación que suele durar seis o siete meses a tan solo unas semanas.
A principios de octubre decidieron que, en lugar de hacer barriletes gigantes, harían unas versiones “pequeñas”, aunque algunos alcanzaron los nueve metros. Se prohibió el ingreso a visitantes, y el cambio más fuerte, quizás, fue el escenario, pues el telón no se corrió en el cementerio del pueblo, como de costumbre.
“Los difuntos que no son recordados se convierten en malos espíritus que salen a rondar la noche del 31 (de octubre). Para ahuyentarlos nuestros abuelos juntaron hojas de banano en una circunferencia, que al chochar con el viento hacían un ruido que asustaba a las almas”, cuenta David Poc, también integrante de la Asociación de Barrileteros.
Agregó que se colocan en el cementerio para que los espíritus no salgan de sus tumbas.
Los ángeles de Sumpango
A menos de 15 kilómetros, en Sumpango, Sacatepéquez, el parque central cerró sus puertas para que los barriletes ondearan en sano distanciamiento.
Ahí los protagonistas no fueron los coloridos diseños, sino los blancos. Se elevaron 22 barriletes con forma de ángel en memoria del mismo número de vecinos del pueblo que han fallecido por covid-19.
En el suelo, 35 barriletes a todo color componían el elenco de un festival que se transmitió para quien quisiera verlo por las redes sociales.
“El derroche de arte fue excesivo, porque esto es algo que solo podría lograr el pueblo de Sumpango”, señaló Carlos Cugur, alcalde.
Vientos de pluralidad
En Santiago Sacatepéquez la tradición centenaria se aprovechó para reivindicar luchas actuales, como la de Gloria Ixcajoc, maya kaqchikel del grupo de señoritas barrileteras “Ixmucané”.
Su colectivo colocó en el centro de su obra a dos jóvenes: una con una mascarilla y la otra con la mirada baja y un ojo cubierto por una flor roja. “Queremos hacer conciencia sobre el golpe que ha sido esta pandemia para las mujeres y demostrar que nosotras también valemos y podemos hacer cosas como esta”, dijo el colectivo.