Ciudades

Aquí el mayor frío es el de la soledad

Esta no será una noche común en mi habitación, de hecho no es mi habitación, sino la de mucha gente.  Será un momento para escuchar los lamentos y vivir lo que algunos indigentes sufren día a día. 

A las 23 horas, casi todos duermen en una noche fría de diciembre, en el albergue del barrio El Gallito de la zona 3. (Foto Prensa Libre: Josué León)

A las 23 horas, casi todos duermen en una noche fría de diciembre, en el albergue del barrio El Gallito de la zona 3. (Foto Prensa Libre: Josué León)

Son las 20 horas del jueves 14 de diciembre. Casi todos los catres del albergue Colred,  situado en la 13 calle A, zona 3, están ocupados. 

Erlinda Pérez, administradora del lugar, recibe a quienes buscan un lugar para resguardarse del frío. Dormir en un albergue es una vivencia cotidiana para decenas de guatemaltecos, algunos sin familia, otros adictos a alguna droga.

“Acá está su cena, frijolitos, un pan y un jugo. Sígame por acá que le tomaré sus datos. Nombre y apellidos, edad y número de DPI. En este catre dormirá usted, acá tiene un poncho y en esta bolsita hay arroz para que coma”, explica Pérez a cada persona.

Esa es la rutina para quienes llegan de manera habitual o eventual a dormir en el albergue.

Un agente de la Policía Municipal vigila la entrada, revisa mochilas, maletas y bolsas de quienes entran.
   
Ahí estaba una persona  que habla varios idiomas. No quiso dar su nombre, pero dijo gracias en  alemán, latín y  kaqchiquel. Aquí pasarán la noche 50 personas. A las 20.30 horas, Pérez  se despide de cada uno; la mayoría, hombres.

Alguien sigue el partido de futbol Antigua-Rojos en su celular, mientras un joven de  pelo rasta pide permiso para bañarse.

 Cinco mujeres duermen en un lado de la habitación, dos niños descansan juntos y un bebé respira en medio de sus padres.

Los ronquidos invaden la habitación, algunos son inquietos y se mueven con frecuencia en el catre asignado.

Se escucha un Padrenuestro. Un hombre se dice así mismo “no te matés” y susurra algo a sus familiares mientras empuña su mano y la levanta al cielo. Tiene una sonda urinaria.

Otro hombre de unos 42 años espera a que todos se duerman para lavar su ropa en la pila que se encuentra en el lugar. Luego se acomoda en el catre, se pone su reloj, se arregla unas cadenas en el cuello, se arropa con su sábana azul, se coloca sus audífonos y sintoniza una radio en su celular para poder descansar.

Son las 22 horas, los Bomberos Voluntarios tocan la puerta y llevan a una anciana de 72 años, media hora más tarde otra ambulancia se acerca, los socorristas preguntan si hay espacio para uno más, una joven nicaragüense ingresa para pasar la noche.

Llegó el frío

Por fin todos duermen y el silencio es interrumpido por los ronquidos. Un poco de luz ingresa por las tres ventanas, se puede observar la sombra de algunos que se sientan y susurran algunas palabras como “voy a vivir, voy a vivir”. Otros se sientan a la orilla del catre y lloran en silencio.

Son las 23 horas, el descenso de la temperatura se siente en los rincones del albergue. Una ligera corriente de aire ingresa por debajo de la puerta principal. trato de acomodarme para dormir un poco.

El guardia se abriga con su chumpa y se desabrocha las botas para estar más cómodo, en una silla de madera se sienta y observa dormir a los que ahí permanecen.

El bebé llora por momentos, la madre le brinda consuelo para evitar que los presentes se despierten o digan algo por la interrupción. “Cállenlo”, “dejen dormir”, dijo un caballero.

El reloj marca la 1.30 de la madrugada, el termómetro muestra los 13 grados, el frío se siente más intenso, seguramente es por la falta de algunos vidrios de la ventana. Algunas personas se levantan y se estiran, buscan entre sus pertenencias algo de ropa para abrigarse.
 

A las 23 horas, todos duermen en una noche fría de diciembre, en el albergue del barrio El Gallito de la zona 3. (Foto Prensa Libre: Josué León)

El policía observa y se levanta por momentos para evitar dormirse sentado. Algunos se ponen en pie y dan unos cuantos pasos para tratar de calentarse, luego regresan a sus camas. 

Llego el momento de levantarse, son las 4.30 de la mañana, “hay que hacer limpieza”, dicen algunos. Un caballero se dirige a la ducha, otros más le siguen y hacen fila. Una de las mujeres reclama a un hombre de la fila y dice: “hable bajo, no haga tanta bulla, mi hijo está dormido”, “no me importa, ya es hora que se levante”, respondió.

Cada uno dobló su poncho y lo deja sobre su catre. La mayoría ya ingresaron al baño y están con sus mejores ropas listos para salir a la calle. El ambiente está tenso, los hombres exclaman: “abra la puerta, ya es hora de irnos”; el agente responde: “faltan seis minutos para las seis, cálmense”.

Una luz verde titilante se observa por las ventanas. Un segundo agente llega para apoyar a su compañero. El candado es retirado, el pasador removido, el policía da instrucciones: “Hagan una fila, abran sus mochilas y bolsas, revisaremos antes de que salgan”. Uno a uno se forman y reclaman que no se les ha dado su incaparina y galleta. El uniformado explica que no hay.

Casi la mitad de los albergados se retira, la otra parte esperan a la encargada para recibir algunos alimentos. Salí a la calle y observo como algunos encienden un cigarrillo para quitarse el frío, otros hablan de ir a la tienda de Óscar a comprar el primer trago para tener energía para el día.

“Yo un mi pulmoncito quiero ahorita, luego me voy al trabajo, ahí a cuidar carros, y como es quincena me caerán unas “varitas”, ya después me iré con don Óscar para estar alegre, y por la noche regreso acá”, narró uno de los albergados.

Sigue desempleada

Me quedé unos minutos más para conocer otras historias, ahí conocí a Eréndira del Pilar Ortiz y a su hijo, Josué, quienes pasaron la noche, otra vez, en el lugar. Había escuchado de ella por la nota que publicó este matutino el pasado 30 de noviembre.

Ella vendía verduras en el mercado de La Terminal, zona 4, pero se quedó sin dinero y sin vivienda. Me contó con timidez que gracias a la publicación al día siguiente le ofrecieron trabajo, pero por no completar la papelería solicitada, sigue desempleada. “A veces ayudo acá y me gano algunos centavitos o vendo algo en la calle, gracias a las personas que me han brindado su apoyo y por pensar en mi hijo. 

Todos los catres están ordenados, los ponchos doblados, la habitación está vacía, solo se escucha la risa de Josué. Doña Erlinda Pérez se acerca para preguntarme cómo pasé la noche y contarme las historias de quienes han llegado cada noche al albergue.

Es momento de partir y veo cómo un grupo de los albergados camina por la calle para comenzar un nuevo día.

Luego de escuchar historias de cómo algunos de los albergados consiguen sus drogas, alcohol y comida, y de vivir esta experiencia, concluyo con una frase que todos compartieron entre sus narrativas: “Dios nunca me abandona”.

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