Aquello extraño es algo relacionado con la muerte de varias personas en un lapso muy corto de tiempo. Los ancianos comienzan a comentar que “la calaca anda cerca” y no dejan de tener razón.
Todo indica que efectivamente, la muerte ronda por el lugar y decidió llevarse a varios de una vez. O también podría ser pura casualidad. Pero en esta oportunidad les voy a contar un caso en el que, los habitantes de un pequeño pueblo en las afueras de la ciudad de Guatemala descubrieron de propia cuenta que lo que sucedía en el lugar no era obra de la casualidad.
La mañana de un día de octubre ya perdida en el tiempo amaneció fría y nublada. Un repartidor de leche caminaba en las aún solitarias calles del lugar junto a sus dos vacas en busca de las casas de sus clientes de costumbre.
A lo lejos, en el camino de terracería distinguió bajo un bulto de hojas secas las piernas de un cuerpo cubierto por estas. Lo primero que imaginó fue que era algún pobre ebrio a quien la noche lo había sorprendido y que buscó calor entre las hojas.
Cosa que era bastante extraña, porque estas -las hojas- estaban empapadas por las últimas lluvias de la temporada.
Poco a poco se fue acercando y la figura debajo del bulto de hojas se hizo más visible, no era ningún ebrio, era don Luis Grijalva, el tendero más antiguo del lugar. Este tenía los ojos abiertos, la piel morada y una expresión de terror en su cara.
Nadie supo lo que sucedió, el respetable señor había cerrado su tienda una noche antes con normalidad y varias personas que pasan por el lugar le habían dado las buenas noches.
Grijalva cenó, se acostó y dijo buenas noches a su esposa antes de apagar la luz. Lo siguiente que supieron fue que el lechero lo había encontrado muerto debajo del montón de hojas secas.
El velorio se organizó como se acostumbra en algunos pueblos del país, todo el que quisiera llegar estaba invitado, la casa de don Luis estaba abierta y su ataúd en medio de la sala.
El pueblo entero asistió, todos lo conocían al menos de nombre y su muerte aparte de estar rodeada de misterio, era lo único fuera de lo normal que había sucedido en aquel lugar en años.
Su entierro estuvo igual de concurrido y bullicioso. Hubo mariachis, llanto, comida, condolencia y hasta problemas por los terrenos que había dejado sin heredar. Pero luego, llegó la noche y todo quedó en paz y silencioso.
Esa noche no llovió, pero el cielo estaba oscuro sin luna y sin estrellas. El pueblo aún lamentaba y comentaba la misteriosa muerte, cuando el relinchar de un caballo cruzó la calle principal.
Gigantesco animal
Los cascos pesados del gigantesco animal hicieron vibrar las casas frente a las que pasó corriendo y justo en la entrada del pueblo se volvió a escuchar al animal lanzar un relinchido escalofriante que hizo que más de alguno hiciera la señal de la cruz.
No pasaron ni 10 minutos, el susto aún no les pasaba a las personas cuando los gritos de una mujer hicieron salir a todos en busca de brindar ayuda. Era doña Ana quien pedía auxilio, su hija de 19 años que había pasado días muy débil y enferma había caído al suelo frente a toda su familia.
Parecía que estaba muerta y necesitaba llevarla al hospital. En el pueblo no tenían este servicio y su familia de escasos recursos no contaba con vehículo.
Varios vecinos se ofrecieron a llevarla de inmediato, pero ni siquiera habían cruzado el límite del pueblo cuando se dieron cuenta de que era en vano. La joven había muerto, estaba pálida y fría como quien lleva muerto varias horas. Yacía en los brazos de su madre, con una expresión de terror en su rostro, el pueblo entero estaba consternado.
Más muertes
Estas dos muertes habrían sido tomadas como pura casualidad, de no ser porque la mañana en la que se llevaba a cabo el velorio de la joven, la noticia del hallazgo de los cuerpos de dos niños en uno de los extremos más lejanos del pueblo, y la muerte de una anciana en la puerta de la iglesia, hicieron que todos de nuevo se llenaran de espanto.
Era obvio que algo estaba sucediendo, los cuerpos eran encontrados por las mañanas, lo que los llevaba a la conclusión de que las muertes eran durante la noche.
Y la noche, como todos sabemos, encierra los más grandes temores de los hombres.
El pueblo se llenó de velorios, los cánticos de muerte se escuchaban desde cualquier punto y muchos ya esperaban la siguiente víctima mortal. Pero nada sucedió.
Constantes sepelios
Las procesiones de ataúdes salían de los distintos puntos del pueblo con dirección al cementerio local. Era pequeño y desordenado y se encontraba en la punta de uno de los cerros que rodeaba el lugar.
La niebla fría de octubre ocultaba el pequeño camposanto de quienes lentamente subían por la colina acompañando a los familiares de los muertos.
Los cánticos se confundían con los de los otros cortejos fúnebres que llevaban el mismo camino. Cuatro cuerpos fueron agregados a los que ya descansaban en el cementerio, el llanto y los cantos poco a poco fueron desapareciendo y el lugar lentamente quedó solitario y de nuevo oculto por la niebla.
Nadie quería hablar abiertamente de lo que todos pensaban, algo raro sucedía, algo nunca visto en el lugar. Los cuerpos habían sido revisados por un forense a petición del mismo alcalde y éste no encontró absolutamente nada raro.
Expresión de terror
Lo único que tenían en común los fallecidos era la expresión de terror en su rostro, y el hecho de que todos parecían sufrir de anemia. Pero difícilmente eso podría haber causado sus muertes.
Sin embargo, el terror plasmado en los ojos de los cadáveres no dejaba dormir a quienes los habían visto, ni a quienes habían escuchado los relatos. Era dolor y terror mezclado, nunca habían visto algo así, y mucho menos en aquel pueblo en el que jamás había pasado algo parecido.
Dos noches pasaron sin sobresaltos, noviembre se acercaba con su belleza tradicional; sin embargo, en aquel lugar parecía que la tristeza se había apoderado incluso del cielo.
La niebla no se iba, el lodo se había instalado en las calles del pueblo, la gente aún comentaba lo que sucedía y dormía con miedo, pero cada vez más confiada de que todo había pasado ya.
La tercera noche parecía ser la más fría del año, una llovizna caía desde la tarde y todos se preparaban para dormir bien abrigados.
Después de cenar poco a poco las luces en las casas se fueron apagando, el sonido de la lluvia sobre las láminas y los charcos arrullaba a los habitantes de aquel tranquilo pueblo que aún se recuperaba del golpe de la muerte.
El enorme caballo
Todos comenzaban a quedarse dormidos cuando los cascos del enorme caballo volvieron a cruzar la calle principal, era tan fuerte el sonido que producía su cabalgar que despertó a todos e hizo llorar a los bebés.
El pulso de los habitantes del pueblo se aceleró y todos contuvieron el aliento esperando lo peor, luego el grito lejano de una mujer los llenó de terror y el estremecedor relinchido del caballo confirmó sus peores miedos.
Ambas cosas estaban relacionadas, tres muertos más, uno incluso sin ni siquiera encontrarse en el pueblo, ya que andaba de visita en la ciudad. Y todos sin un solo rasguño, únicamente la expresión de terror en su rostro y la piel pálida y fría.
Ahora todos lo sabían, lo que sea que aquel caballo fuera, era sin duda alguna la causa de la desgracia que había caído en el pueblo y harían lo que estuviera en sus manos para evitar más muertes.
Lo primero que hicieron los pobladores fue hablar con el sacerdote de la iglesia, lo obligaron a bendecir cada calle y cada casa del pueblo. Y si no fuera eso suficiente se montó guardia en cada esquina durante la noche, guardia en la que la Policía también participó.
Cuatro noches más de total paz, los muertos habían sido velados y enterrados, mucha gente se había marchado del lugar con la esperanza de que la persona que se encontraba fuera del pueblo cuando murió, fuera pura casualidad.
Muchos otros se quedaron a la espera de que la bendición del sacerdote, la guardia nocturna y la participación de la Policía fuera suficiente para asustar a lo que estaba causando tanta muerte.
Pobladores se armaron
Todos los pobladores estaban armados con pistolas y machetes, muchos vigilaban desde terrazas, otros apostados en las esquinas bebían para resistir las noches frías y lluviosas de octubre. Algunos más sobre los árboles contaban cuentos de terror para pasar el tiempo y discutían su teoría de lo que pasaba.
Había muchas teorías, algunos decían que era el diablo convertido en caballo, el pueblo estaba embrujado y por ser octubre el diablo llegaba en busca de lo que alguien le había ofrecido, otros decían que era la misma muerte, algo del apocalipsis o simplemente algún loco que envenenaba a la gente solo por hacer el mal.
No importaba lo que fuera, parecía haberse ido, las acciones que tomaron de alguna forma habían dado resultado, pero igual, terminarían la semana que habían acordado montar guardia.
Para la quinta noche habían relajado bastante la vigilancia, no llovía, era una noche oscura, sin luna y sin estrellas, pero no llovía. Algunos estaban borrachos y otros dormían en las terrazas o sobre los árboles cuando alguien gritó
“miren el cementerio”.
El cementerio, siempre y cuando no había neblina, era visible desde cualquier punto del pueblo. Estaba en alto y la lámpara de un solo poste arrojaba una débil luz sobre las desordenadas tumbas.
Entre las tumbas
Todos voltearon a ver hacia la cumbre de aquel cerro y vieron al enorme animal -el caballo- que caminaba entre las sepulturas, luego se disponía a bajar y sin duda se dirigía hacia el pueblo, pero no iba solo, alguien lo montaba, alguien vestido totalmente de negro.
La agilidad con la que el caballo y su jinete bajaron por la difícil cuesta era sobrenatural, parecía que el animal volaba, sus cascos se escuchaban golpear la tierra mientras cabalgaba.
El sueño y la borrachera desaparecieron y todos se dirigieron hacia el lugar por el que inevitablemente tenía que bajar el caballo. No tardaron mucho en llegar, no era un pueblo demasiado grande y todos lo conocían perfectamente.
En un par de minutos los hombres y mujeres que montaban la guardia junto a varios policías estaban esperando con sus armas y sus machetes la llegada del caballo que con el aterrador sonido de sus cascos escuchaban acercarse.
La imagen era aterradora, un gigantesco caballo negro se levantaba en sus dos patas delanteras y luego las golpeaba en el suelo con tal fuerza que muchos vieron como saltaban chispas. Y en su lomo, un hombre vestido de negro con la cara completamente blanca, ojos sin vida y boca poco visible.
No se inmutó ante la presencia de los habitantes del pueblo ni de la Policía, con una especie de chillido hizo que el caballo pasará corriendo entre los pobladores que aterrados intentaron esquivar a la enorme bestia.
Pero uno de los policías no pudo, el hombre con una de sus manos levantó por el cuello al desafortunado agente de la ley, lo llevó hasta la altura de su cara, lo acercó y abrió la boca mostrando dos enormes y afilados colmillos.
Ensartó sus colmillos en el cuello del oficial y este comenzó a abrir la boca y los ojos llenos de terror, pero sin emitir ningún sonido. Luego lo dejó caer en la tierra aún húmeda por la pasada lluvia y se alejó entre el aterrador sonido de los cascos y el relinchido de su caballo. Nadie pudo hacer nada, ninguno accionó su arma ni utilizó su machete.
La aparición
La aparición los dejó petrificados y varios gritos lejanos los hicieron reaccionar, de nuevo aquel ente maligno llevaba la muerte al pueblo.
El cuerpo del policía mostraba los mismos signos que el resto de las personas que murieron recientemente en el pueblo. El agente no tenía ninguna herida, a pesar de que todos vieron claramente a aquel hombre clavarle sus dos enormes colmillos en el cuello.
Ya sabían quién era el responsable, temían llamarlo por su nombre, ya que eran personas muy religiosas y creyentes, pero el hecho de hablar de vampirismo les parecía infantil.
Acordaron una reunión al amanecer. Si todo iba como en las ocasiones anteriores el ente maligno les daría algunos días de paz y luego volvería.
Usarían pues, aquellos días de tregua, para intentar buscar alguna salida. Muchos no esperaron ni siquiera a que el sol saliera, abandonaron sus hogares junto a sus familias durante la madrugada, pero quienes se quedaron asistieron a la reunión en la Alcaldía.
El alcalde proponía que lo mejor era abandonar el pueblo. En la ciudad era imposible que el ente maligno los encontrara, no solo una persona se iría, eran todos y difícilmente el grotesco ser aquel se tomaría el tiempo de buscar a uno por uno.
Nadie encontraba una mejor solución que aquella, era su tierra, tenían familia, historia, su propiedad, animales y el cariño por el lugar. No era fácil pero lo principal era la seguridad de los suyos, así que todos accedieron.
Era lo correcto; sin embargo, justo antes de terminar la reunión, una madre y su hijo entraron al lugar y tenían algo que decir, seguramente les sería de utilidad a la desesperada población.
Durante el día, aunque sumido en la tristeza de la eterna neblina, el miedo y el lodo provocado por la lluvia, el pueblo seguía su vida normal, o lo más normal posible.
Era ya época de vacaciones en las escuelas y los niños intentaban volar barriletes con los vientos que anunciaban a noviembre. Pero ese año no les fue posible por la siniestra nube que parecía insistir en dejar a todos sin sol.
Lo que descubrió un niño
Uno de esos niños subió hasta el cerro cercano al cementerio y logró elevar su barrilete algunos metros, después este cayó sobre algunos árboles que circulaban el camposanto y a pesar del miedo que el aspecto del lugar causaba en el niño, el menor decidió ir por su barrilete.
Lo buscó entre los árboles y lo encontró detrás de uno que tenía en la base de su tronco una vieja lápida sin nombre y sobre ella la escultura de un caballo.
Aquel niño al intentar tocarla se acercó demasiado y uno de sus pies tropezó con lo que parecía el primer escalón de una escalera de piedra que llevaba hacia abajo de la tierra convertida en lodo. Aquel menor notó las huellas de cascos gigantescos en ese lodo y su madre intuía, como todos, al terminar de escucharla, que en ese lugar habitaba aquel ser repugnante que tanto dolor había llevado a su pueblo. Algo tenían que hacer.
El alcalde organizó a los que aún quedaban en el pueblo, el sacerdote los bendijo y también se unió al grupo de personas que se dirigiría guiados por el niño hacia la cumbre del cementerio.
Llevaban machetes, armas, crucifijos y agua bendita. No faltó quien llevara una estaca e incluso fósforos y gasolina. Era aproximadamente el mediodía cuando el pequeño ejército de siete hombres, tres mujeres y un niño comenzaron a subir por el camino que tanto habían recorrido durante esos días llevando ataúdes con los cuerpos de los asesinados por este ser maligno.
La cumbre permanecía oculta por la neblina, ni los pájaros se animaban a anidar en aquel lugar y en el silencio lo único que se escuchaba eran los pasos de los nerviosos pobladores. El sacerdote lideraba la caravana, el alcalde caminaba junto a él y enfrente el niño tomado de la mano de su madre.
“Si este ser es una especie de vampiro el día es el mejor momento de atacarlo”, dijo el sacerdote susurrando mientras apretaba fuertemente un antiguo rosario entre sus manos.
El alcalde preguntó: ¿Usted cree que eso sea padre?
Tiene que serlo, por lo que me contaron que hizo con el policía y por el lugar en donde el niño vio las huellas del caballo tiene que serlo, respondió el religioso.
Llegaron al cerro
El grupo había llegado a la parte alta del cerro, el árbol del que el niño habló era poco visible. El reloj marcaba casi la 1 de la tarde, pero el sol no lograba atravesar la espesa niebla que rodeaba el lugar.
El sacerdote y el alcalde comenzaron a acercarse a la lápida que el niño señaló, estaba cubierta de hojas secas mezcladas con lodo. Usaron los pies para descubrirla y en efecto, bajo la lápida había dos escalones de piedra con la huella gigante de las patas de un caballo.
Más gente se acercó y también comenzaron a quitar más y más hojas, más y más lodo y al final una vieja puerta de madera a ras del suelo sellaba la entrada a una especie de cueva de la que los escalones de piedra salían.
El sacerdote mantuvo en alto un crucifijo grande de madera mientras seis hombres intentaban levantar la pesada puerta. A duras penas lo lograron y del lugar salió una hedentina a humedad y muerte, por un momento todos lo dudaron, el lugar era oscuro y aterrador, pero ya estaban allí, eran más de 20 personas y el sacerdote los acompañaba.
“Quienes quieran entrar síganme. El que piense que no podrá manejar la situación y no quiera seguir puede volver”, dijo el alcalde desenfundando su machete. Nadie retrocedió, solamente el niño y su madre se quedaron afuera. Y poco a poco todos los pobladores comenzaron a entrar a la oscuridad de aquel lugar.
Al principio, la tenue luz que entraba del exterior iluminó las escaleras y una mínima parte del camino entre la cueva, era como estar dentro de una tumba, la humedad y la pestilencia hacían muy dócil respirar y de pronto la oscuridad no los dejó avanzar más.
Una sola linterna para todo el grupo era lo que había, nunca imaginaron que el lugar sería una cueva y mucho menos con un camino tan profundo. El alcalde tomó la linterna, la luz que proporcionaba era muy débil así que susurrando les indicó a todos que se tomarán de los hombros para no perderse.
Luz de veladoras
No fue mucho lo que avanzaron así, después de algunos pasos comenzaron a ver luz al final del camino, sin duda era luz de velas, y el inconfundible olor a cera lo confirmó.
Lentamente sacaron todos sus machetes y armas, el leve, pero estremecedor relinchido de un caballo les heló la sangre. Habían llegado a la guarida del ente maligno que los había atormentado los últimos días.
Lentamente se acercaron al lugar de donde salía la luz de las velas, una pared con varios agujeros los escondió de la escalofriante escena que estaban presenciando.
Un caballo negro permanecía parado al lado de un ataúd cerrado, algunas velas lo iluminaban y hacían lo mismo con la oscura habitación. Parecía un lugar muy viejo, en sus paredes colgaban cuadros con escenas horribles de demonios y personas muertas que parecían moverse por el movimiento de la luz de las velas.
Un disparo asustó a todos los presentes, la bala había dado en la cabeza del caballo sin ni siquiera herirlo. Por instinto el resto de los pobladores corrió hacia adentro de la habitación empuñando sus machetes e intentando herir al caballo. Luego, derribaron el ataúd que dejó escapar de su interior solamente tierra.
En una de las esquinas poco iluminadas del techo de aquella habitación húmeda y oscura, salió volando aquel ente con la piel completamente blanca y dejó al descubierto dos enormes colmillos que se clavaron en el cuello del hombre que había disparado al principio.
Ser diabólico
El sacerdote tomó uno de los machetes que habían caído al suelo y con un ágil movimiento decapitó al ser diabólico y al hombre que tenía entre su boca. Ambos cuerpos cayeron y las cabezas rodaron, de inmediato la persona que llevaba la gasolina la derramó sobre los dos y al intentar hacer lo mismo con el gigantesco caballo este salió huyendo entre la oscuridad lanzando el mismo relinchido aterrador que lanzó aquella noche en la que comenzaron todas aquellas muertes en el pueblo.
El alcalde tomó una de las velas que aún permanecían encendidas y la dejó caer sobre los cuerpos. Ambos se incendiaron de inmediato y los pobladores asustados y heridos comenzaron a salir del lugar, unos minutos después estaban afuera.
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El niño y su madre aterrados narraban cómo aquel caballo negro y gigantesco cabalgó alrededor del árbol durante unos segundos que parecieron eternos y luego se desapareció entre la niebla que ahora también comenzaba a desaparecer.
Días después, el árbol fue derribado y varias toneladas de tierra rellenaron la cueva. La lápida desconocida fue destruida y rociada con agua bendita.
No quedó rastro de lo que allí existió alguna vez. Y el sol volvió a brillar sobre aquel pueblo.
Un año después, una noche fría de octubre de esas en las que no hay luna ni estrellas, pero tampoco llueve, un lejano relinchido despertó a todo el pueblo.
Nadie murió esta vez, pero al día siguiente organizaron al mismo grupo que aquel día subió al cementerio a luchar contra el mismo demonio.
Llegaron a donde la lápida estuvo alguna vez y encontraron la tierra revuelta. De inmediato comenzaron a escarbar con sus propias manos y encontraron el esqueleto de un caballo decapitado, pero nunca más volvieron a escuchar su aterrador relinchido ni a ver a su espectral jinete.
FIN
Este contenido fue reproducido con autorización del autor @Yosh_G
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