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Los Romanov: el largo proceso en Rusia para identificar a los últimos zares (y por qué es una cuestión de Estado para Putin)
El destino de los últimos Romanov ha sido por más de un siglo uno de los temas más divisivos y polémicos del imaginario popular, político y religioso de Rusia.
En el pequeño sótano de la casa Ipátiev, en las afueras de Ekaterimburgo, solo quedaban los rastros de la sangre y las balas, las esquirlas de cráneo, algunos pelos y pedazos diminutos de sesos estampados entre los hoyos de las paredes empapeladas.
Era el 18 de julio de 1918 y el futuro de Rusia acababa de ajustar cuentas con su pasado: una turba roja de bolcheviques encabezada por Yákov Yurovski, un marxista ferviente y torpe, acababa de masacrar a tiros y bayonetazos a la familia imperial.
Fue el final de los Romanov, la anquilosada dinastía que gobernó “todas las Rusias” por más de 300 años.
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Pero cuando Yurovski y sus seguidores más fieles se dispusieron a hacer desaparecer los cuerpos del zar Nicolás II, su esposa Alejandra y sus cinco hijos (Olga, Tatiana, María, Anastasia y Alexei) en dos fosas cerca de los Urales, no solo enterraron con ellos uno de los misterios más inquietantes de la historia del siglo XX.
También abrieron una de las fosas más profundas y divisivas que todavía sigue sin cerrarse en la nación más grande de la Tierra.
Y es que el destino de los últimos Romanov ha sido por más de un siglo uno de los temas más divisivos y polémicos del imaginario popular, político y religioso de Rusia.
Ahora, 102 años después, son todavía el objeto de una extraña disputa entre dos poderes que han vuelto a reconciliarse en la Rusia de Putin: la Iglesia y el Estado.
Durante más de dos décadas, la jerarquía ortodoxa rusa se ha negado a reconocer que los restos encontrados en las afueras de Ekaterimburgo pertenecen a la familia imperial.
Y pese a las pruebas de ADN y sucesivas investigaciones, han impedido que los últimos huesos hallados en 2007, los del zarévich Alexei y su hermana María, sean enterrados en la Catedral de San Pedro y San Pablo, el cementerio de facto de la dinastía Romanov.
El tema, que ha generado titulares por casi 30 años, volvió a ser noticia a mediados de este mes, cuando el Comité de Investigación de Rusia, el principal instituto de investigación criminal del país, reconfirmó que, tras 37 análisis forenses, podían concluir -otra vez- que los huesos pertenecían a la familia real.
“Basado en numerosos hallazgos de expertos, la investigación llegó a la conclusión de que los restos pertenecen a Nicolás II, su familia y personas de su entorno”, aseguró en un comunicado.
Pero ¿por qué el principal órgano de investigación criminal de Rusia sigue tratando de aclarar una y otra vez un asesinato que ocurrió hace más de un siglo y por qué existe tanta controversia en torno a los restos de familia imperial?
El largo camino
El destino de los restos de la familia imperial fue uno de los secretos mejor guardados de la Rusia comunista durante más de medio siglo.
No fue hasta 1979 que un geólogo reconvertido en detective aficionado, Alexander Avdonin, descubrió los primeros huesos en las afueras de la casa Ipátiev en Ekaterimburgo.
Sin embargo, por temor a represalias comunistas, volvió a enterrarlos hasta 1991, cuando el final del régimen soviético marcaba los nuevos tiempos.
Una larga investigación y numerosos exámenes de ADN (para los que hasta el príncipe Felipe de Edimburgo donó sangre) comprobaron que los restos pertenecían a Nicolás II, su esposa, tres de sus hijas y cuatro sirvientes que también fueron asesinados aquella noche de 1918.
Sin embargo, una de las grandes dudas de entonces era dónde estaban los huesos del zarévich y otra de sus hermanas: el rompecabezas del destino de los Romanov todavía no estaba completo.
“En 1998, después de una investigación de cinco años, el gobierno ruso decidió enterrar los restos descubiertos en el sepulcro familiar de los Romanov en la catedral de San Pedro y San Pablo en San Petersburgo como un gesto político de reconciliación y expiación por los crímenes de la época soviética”, le cuenta a BBC Mundo la doctora Marina Alexandrova, profesora de la Universidad de Texas en Austin.
El Santo Sínodo, sin embargo, se opuso a la decisión del gobierno de enterrar los restos y pidió nuevas investigaciones antes de proceder al sepelio.
“Debido a la motivación política del evento y la falta de consulta con la Iglesia ortodoxa rusa, el patriarca no participó en la ceremonia y rechazó los resultados de las pruebas”, recuerda Alexandrova.
Yeltsin desafió la Iglesia y dio luz verde al funeral. Fue visto como una de las grandes fricciones entre su gobierno y la todavía débil jerarquía ortodoxa, que había sido reducida y diezmada durante los años del comunismo.
Pero los días del primer presidente tras la era soviética estaban por llegar a su fin.
Poco antes de la medianoche del 31 de diciembre de 1999, Yeltsin renunciaba y dejaba el cargo en manos de su entonces primer ministro, un antiguo agente de la KGB que se había vuelto su discreta sombra: Vladimir Putin.
Una nueva etapa de relaciones con la Iglesia ortodoxa también comenzaba.
Putin, la Iglesia y el último zar
Según cuenta a BBC Mundo el investigador Pablo de Orellana, profesor del King’s College de Londres, el inicio del gobierno de Putin marcó una nueva etapa en el rescate de la dinastía Romanov que fue más allá de la recuperación de las águilas doradas y los símbolos de la Rusia imperial.
“Con su gobierno se han recuperado también algunas tradiciones zaristas, como el baño en el lago helado en Pascua o Navidad, que era algo que algunos zares hacían para buscar la bendición para toda su nación y que es algo que Putin ha vuelto a hacer”, señala.
“Pero creo que uno de los elementos más importantes en ese sentido es la recuperación de la Iglesia ortodoxa como la única institución de la Rusia zarista que ha vuelto y que ha vuelto a hacerse tan poderosa que se le nombró otra vez como religión oficial”, agrega.
En un referendo realizado en junio pasado para permitir a Putin seguir en el poder hasta 2035, los rusos también votaron para convertir la fe ortodoxa en la religión oficial de Rusia, lo que ha sido visto como una muestra de la consolidación en las relaciones entre el Patriarcado de Moscú y el Kremlin.
De acuerdo con De Orellana es en este nuevo contexto de relaciones donde los Romanov se vuelven figuras claves para los dos poderes.
“La familia imperial rusa es vital para el régimen de ahora y para la narrativa nacionalista que impulsa porque son el nexo entre la historia y el presente ruso a ambos lados del intervalo comunista”, asegura.
“Y para la Iglesia el tema de los Romanov es central, porque la Iglesia ortodoxa rusa es parte de la familia real y la familia real es parte de la Iglesia”, agrega.
Tras el ascenso de Putin la jerarquía ortodoxa rusa proclamó como santos al último zar, su esposa y sus hijos, lo que fue visto con recelo en un país donde la familia imperial todavía es recordada por las masacres y las hambrunas a las que sometieron a su pueblo.
Poco después, para conmemorar la canonización, se erigió un vistoso templo de pomposo nombre sobre la casa donde fueron masacrados: “La iglesia sobre la sangre en nombre de todos los santos que resplandecieron en la tierra de Rusia”.
Sin embargo, un tema seguía siendo un obstáculo: la autenticidad de los restos de los últimos zares.
“La Iglesia rusa se ha mostrado reacia a reconocer que los restos pertenecen a la familia Romanov desde que fueron exhumados oficialmente en 1991 cerca de Ekaterimburgo”, recuerda Alexandrova.
“Y si bien múltiples pruebas de ADN y forenses en Rusia y en el extranjero demostraron que los restos pertenecían a la familia real, su médico, y tres miembros de su círculo íntimo, el tema sigue siendo muy controvertido incluso hoy”, agrega.
Los nuevos restos
La situación dio un viraje drástico entrada la primera década del 2000, cuando un grupo de investigadores descubrió cerca de Ekaterimburgo una nueva fosa con restos humanos.
“En 2007, los restos de los otros dos niños Romanov fueron encontrados en otra tumba sin marcar, y luego de una serie de pruebas de ADN realizadas en varios laboratorios en Rusia y en el extranjero, fueron identificados como los de María y Alexei”, comenta Alexandrova.
“La Iglesia ortodoxa rusa, sin embargo, nuevamente se negó a reconocer los hallazgos y evitó su entierro en el sepulcro familiar”, agrega.
Por los años siguientes, las cajas con los fragmentos de hueso, unas “masas de cenizas” y pelos -todo lo que quedaba de los niños- permanecieron en estantes llenos de polvo en los archivos estatales rusos.
“Debido a la posición de la Iglesia ortodoxa rusa, sus restos aún no están enterrados, lo que, irónicamente, va en contra de la tradición ortodoxa en general”, señala la profesora de la Universidad de Texas.
Nuevas investigaciones
En 2008, bajo el auspicio de Putin, el Tribunal Supremo de Rusia rehabilitó oficialmente a la familia imperial y dictaminó que Nicolás II y su familia fueron víctimas de la represión política.
Dos años después, otro tribunal ruso ordenó a los fiscales reabrir una investigación sobre el asesinato que fue asumida por el principal órgano de investigación criminal del país.
Aunque el proceso fue cerrado después porque se creyó que los que habían disparado contra los zares ya habían probablemente muerto, una corte ordenó reabrirlo por considerar que el hecho de que los presuntos culpables no estuvieran vivos no era motivo suficiente para no seguir investigando.
En 2015, por instancias de la Iglesia ortodoxa, los restos de la familia imperial fueron otra vez exhumados y sometidos a nuevas pruebas de ADN, que reconfirmaron que se trataba del zar y su familia.
Se corroboró, además, que los otros restos encontrados eran los de Alexei y María.
El funeral de los últimos Romanov estaba listo para octubre de ese año, pero nuevamente, la Iglesia pidió que se aplazara para realizar una investigación propia.
“La Iglesia la comenzó en 2015, pero no ha anunciado aún los resultados”, indica Alexandrova.
En la víspera del centenario de la masacre, en 2018, el gobierno ruso anunció que una nueva pesquisa había confirmado otra vez que los huesos pertenecían a los Romanov y este año, en la efeméride de la muerte, nuevamente volvió a sostener el mismo argumento.
La gran prueba
por Anastasia Golubeva, corresponsal del servicio ruso de la BBC en Moscú
Esta no es la primera vez que el Comité de Investigación de Rusia publica sus hallazgos para coincidir con el aniversario de la ejecución de la familia Romanov.
Hace dos años, cuando se cumplió el centenario del asesinato de la familia imperial, los investigadores anunciaron que habían confirmado que el análisis genético de los restos, encontrados en la región de Ekaterimburgo, coincidía con el ADN de la familia imperial.
Este año, los hallazgos se basan en pruebas “históricas” de los restos.
El proceso de identificación de la autenticidad de los restos reales se ha prolongado durante más de 100 años, durante tres intentos de investigación.
El esfuerzo actual despegó en 2015 y aún continúa con docenas de pruebas antropológicas, químicas, genéticas y de otro tipo en curso.
Sin embargo, la prueba de fuego de estas investigaciones estará en lo que la Iglesia ortodoxa rusa decidirá acerca de ellas, ya que su opinión es fundamental en el proceso de poner el asunto a un lado.
Las razones del debate
De acuerdo con De Orellana, la disputa en torno a la autenticidad de los restos imperiales muestra cómo durante el gobierno de Putin la Iglesia ha vuelto a ser una “institución que legitima lo que ocurre” y, por tanto, que “legitima también lo que se quiere contar de la historia”.
“Esto lo vemos en cómo la Iglesia en varias ocasiones ha sido quien ha tomado decisiones sobre los cuerpos, por ejemplo, donde los ponen”, señala.
Sin embargo, cree que a su vez esta posición de reticencia eclesial genera un solapado conflicto político.
“Hay una contradicción, porque el gobierno de Putin necesita que se acabe la historia de los zares, que los cuerpos sean ‘hallados’ simbólicamente, ‘traerlos a casa’ y tener un lugar en el que puedan celebrarlos. Al final es una pelea para terminar la historia y traerla al hoy”, dice.
“La reconstrucción de todo esto es muy importante porque Putin ha reinventado el nacionalismo ruso sobre la base de las mismas teorías nacionalistas de los zares. O sea no es solo la obsesión por los cuerpos y demostrar que son la familia imperial, sino que a la vez se está buscando crear continuidad entre ese pasado y la Rusia de ahora”, agrega.
Roman Lunkin, director del Centro para el Estudio de la Religión y la Sociedad -un instituto estatal ruso- coincide en que tanto el gobierno como la Iglesia están involucrados en un proceso mutuo de revisionismo de la historia del zarismo “para su beneficio”.
“La Iglesia rusa no quiere reconocer los restos existentes de la familia imperial porque existe el peligro de una división en su interior como consecuencia de dicho reconocimiento”, afirma a BBC Mundo.
“Existe la posibilidad de que se produzca un levantamiento del movimiento paralelo de monárquicos que no quieren rezar ante los restos oficiales”, señala.
De acuerdo con Alexandrova, según las creencias de la Iglesia ortodoxa, es un pecado grave rezar ante “reliquias falsas”, por lo que uno de los argumentos de la jerarquía eclesial es que no aceptan los hallazgos de las investigaciones porque “la Iglesia no fue invitada a participar plenamente” en el proceso.
Lunkin considera que la oposición también radica en la división que podría crear el reconocimiento entre activistas ortodoxos que todavía creen que algunos miembros de la familia imperial escaparon y viven en secreto en Europa o en Estados Unidos.
“Algunos ortodoxos piensan que en 1918 hubo un asesinato ritual por bolcheviques de origen judío. También hay un movimiento que ve a Nicolás II como un Cristo que murió por los pecados de los rusos”, dice.
Y aunque asegura que estos movimientos no son tan masivos, cree que sí cuentan con la fuerza suficiente para generar escándalo en los medios, algo que la jerarquía eclesial trata de evitar.
Pero en criterio del experto, en el fondo de la disputa está también “un conflicto” sobre el legado de la familia Romanov entre el Estado y la Iglesia.
“Para la Iglesia, el asesinato de la familia imperial es el signo del mal total del período soviético y el satanismo de la ideología marxista. Pero para el Estado, el tiempo soviético es también el período de las victorias y la gloria rusa y el último emperador no es un ejemplo de líder fuerte”.
“Entonces es evidente que para el Estado y la iglesia la glorificación de la familia imperial significa cosas diferentes”.
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