Juan Carlos Lemus
NOTAS DE Juan Carlos Lemus
Puede que a veces resulte difícil aceptar lo evidente. No es que tengamos un mal gobierno, es que carecemos de gobierno. Llamar a Jimmy Morales mal gobernante es mero trámite lingüístico. Este país no tiene gobierno porque fue ocupado por una banda criminal en 2016. No es metáfora. No lo digo en sentido figurado, por quejarme, por ofender ni por desahogarme. Digo que en realidad ?como que las piedras son duras o que el cielo se oscurece cuando es de noche? una banda tomó el poder y nos oprime.
El vínculo entre dominados y dominadores es el lenguaje. Estos últimos lo utilizan para “explicar” a los primeros cómo funciona la vida.
Un anciano camina apoyado en su andador de cuatro patas. Dos piernas delgadas sostienen su cuerpo encorvado. Se dirige hacia el sanitario. Se desplaza muy lentamente, pasa cerca de Información, donde un niño es cargado en brazos de su madre. Ese niño, que ha de tener un par de meses, si bien le va terminará sus días como ese anciano. Si bien le va. Nosotros, el resto de guatemaltecos, estamos entre ese niño y el anciano.
En términos generales, Centroamérica es sedentaria. Se le ha inculcado el apego a la tierra, la familia y la comunidad. No me refiero a la mística asumida propia de las culturas, sino al uso abusivo que de la mística hace el poder para beneficiarse. Por eso, cuando en los años ochenta los jóvenes hacían vida fuera de sus casas ?como era normal en los estadounidenses desde mucho antes, especialmente en los sesenta?, eran considerados guerrilleros. Si los guatemaltecos, salvadoreños, hondureños o nicaragüenses se integraban a grupos nómadas, a una incipiente tribu urbana o artística, eran insurgentes que había que someter al orden. “Si quieren salir de su pueblo, para eso está el ejército”. El mandato del poder político y neopentecostal era y continúa siendo imponer modelos familiares; hacer que sus integrantes trabajen la tierra y cenen agua y tortilla, que se acuesten a las 7 de la noche y madruguen a las 3 para ir al campo; volver bucólica la desnutrición; que no aspiren a ganar ni siquiera el salario mínimo; acudan a los llamados religiosos, y se ciñan a la parte de la cultura controlada por el poder.
Cualquiera creería que es más fácil que caiga un tonto que un tirano. A los dictadores, se supone, se les enfrenta hasta que la cosa estalla. Vemos fotografías de nuestros antepasados encaramados al carro de la victoria para la Revolución de Octubre y pensamos en lo que hubiéramos hecho en tales circunstancias, de qué lado de la historia estaríamos.
No hablaré de Marduk ni de satanás, sino del odio que abunda en Kándara-Kistán, un país en el que hay esposas que odian a sus maridos, hombres que odian a su sociedad, hijos que odian a sus padres, ciudadanos que se odian entre sí, todo lo cual se nota, dicen, por las calles, en el tráfico, durante las fiestas patrias, las fiestas religiosas y hasta en las fiestas de guardar de Kándara-Kistán. El Dios sea con Nosotros se ha apoderado de esa horrible ciudad donde la gente anda encorvada y con el entrecejo fruncido.
Don Betío es el más cuidadoso corrector del idioma que he conocido. Tuve el gusto de conocerlo en uno de mis trabajos como editor. Era la biblia de la corrección lingüística. No se le iba una. Si un texto había sido revisado por él, podíamos dormir tranquilos. Sabíamos que iría impecable. El hipocorístico Betío se lo decíamos de puro cariño, pues así prefería que lo llamáramos.
Necesitamos talleres de sencillez. De sencillez para todo lo que hay en la vida, de por sí compleja, pero más que todo nos hace falta retornar a la sencillez lingüística. Nos hemos especializado en ocultar el mensaje, en andarnos por las ramas y encriptar el veneno. Nos han dicho que algo es importante si no se entiende. He visto morir lumbreras literarias que se hundieron en sus pretensiones de explicarse como Jacques Derrida y otros.
El viernes 14 de septiembre, la plaza central de la capital era Babel. Un desequilibrado tomó el micrófono, habló de malos extranjeros y de fervor patrio. Muy a su pesar, aunque había sacado a las calles a sus soldados, policías con perros e infiltrados para infundir miedo e impedir que le fuera contradicha tanta hipocresía, la gente lo abucheó, elevó pancartas, le gritó burro y otros improperios, y le exigió, a gritos, su renuncia al cargo como Presidente de la República de Guatemala.
Los guatemaltecos somos buenos para pelear, solo que entre nosotros. Sucede en todo el mundo, nuestro agravante es la carencia educativa del encaramiento. No estamos acostumbrados a los debates, pues para nosotros la discordancia es motivo de enemistad. Hay mucha herida, mucho dolor del tipo “a mí nadie me va a decir nada peor este muchacho y menos ese viejo qué se cree”. Cuando dos animales quieren lo mismo, uno termina con el otro y se queda con la presa. Entre humanos, por el contrario —en teoría—, se ponen de acuerdo para cumplir un objetivo, sin abandonar sus diferencias.