Gerardo Prado
NOTAS DE Gerardo Prado
Toda persona designada para ejercer una función estatal, mediante elección popular o nombramiento regulado legalmente, queda obligada desde un punto de vista moral y conforme a la ley, a la prestación del servicio público, el cual representa la idea capital del Derecho Político en relación con la satisfacción de necesidades colectivas. En aras de tal situación y como concepto político que es, esa función pública está revestida, en sí misma y de manera exclusiva, de una cualidad que le es inherente y que la protege como escudo inseparable. Sin embargo, como consecuencia de un normal efecto extensivo, dicha protección alcanza al funcionario que desempeña las atribuciones confiadas y da lugar a gozar de la prerrogativa del derecho de antejuicio.
La Asamblea Nacional Constituyente, convocada en el año 1984, decretó, sancionó y promulgó la actual Constitución de la República el 31 de mayo de 1985, y entró en vigencia el 14 de enero de 1986. Dicho órgano constituyente llamado originario, estimó tácitamente que a ese instrumento de gobierno se le sometería al principio jurídico de rigidez constitucional, razón por la cual los cambios que se le puedan introducir, deben estar sujetos a un procedimiento bastante complejo, el cual es totalmente distinto al que se aplica cuando se trata de modificar una constitución flexible. En este caso, la ley fundamental es revisada o modificada mediante el mismo método que se utiliza cuando se reforman las leyes ordinarias, atribución que le corresponde al órgano legislativo ordinario, —el Congreso de la República— y la lleva a cabo sin ningún tipo de complicaciones.
Sale a luz la necesidad de determinar tres situaciones vinculadas con el cómo, el cuándo y el porqué se debe convocar a una Asamblea Nacional Constituyente (ANC). Es pertinente examinar dos aspectos enlazados con la naturaleza y la institucionalización del Estado como estructura jurídico-política por excelencia. Uno tiene que ver con la Teoría del Estado, cuyo objeto es averiguar la realidad sociológica, política y jurídica, temporal o permanente, de la institución. Para avenirnos al asunto a exponer, nos limitaríamos a la revisión del elemento autoridad o poder público, como característica esencial del ente estatal para lograr sus fines; y el otro consiste en aceptar como punto de partida lo que revela la Teoría de la Constitución sobre el poder constituyente. Sin embargo, la lógica aconseja recurrir al vocablo poder, sin adjetivos, para hacer una especie de complemento con lo prescrito en el artículo 152 de la Constitución de la República, que dispone: “El poder proviene del pueblo”.
Según el Art. 157 de la Constitución, el Congreso de la República tiene la potestad de legislar y para eso se integra con dos clases de diputados, incorporados a dos sistemas: el de lista nacional —una cuarta parte del total de los mismos— y el de distritos electorales —los que están comprendidos en el resto del total de representantes, que a la fecha alcanza el número de 158. Estos, a su vez, se distribuyen en grupos conocidos como bancadas, que congregan a quienes figuran en los partidos que han alcanzado representación ciudadana. Pero en relación con la cantidad de clases de diputados, algo insólito ocurre en el Congreso. De manera impropia e improcedente, que afectaría desde el punto de vista constitucional la institucionalidad de ese organismo, se da una serie de acontecimientos que tienden a la “creación” de una tercera clase de legisladores, que cobijaría a quienes se incorporan motu propio a un tercer sistema que se ha denominado “independiente”. En cierto modo, tales acontecimientos podrían estimarse como un supuesto desenlace o respuesta a las manifestaciones populares que han invadido las calles y avenidas de muchas ciudades departamentales e incluso han paralizado momentáneamente la libre locomoción. Creemos que a la postre no se justifica racionalmente la idea, ya divulgada públicamente, de que nazca un tipo de legislador sin sostén constitucional.