Los creyentes oraban y encomendaban su alma a un ser supremo. Era el primer avión comercial que llegaba al Aeropuerto JFK, tres días después de los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001.
Fui comisionado por Prensa Libre para cubrir aquella tragedia en Estados Unidos, hace 20 años. Pese a las advertencias de no abrir las ventanas, junto a mi compañera la periodista Luisa Rodríguez, nos asomamos por la escotilla del avión y observamos que aún salía una inmensa cortina de humo que se elevaba por varios kilómetros después del rascacielos más alto.
Llevaba en la mochila la primera cámara digital que se usaba en Guatemala. Yo tenía 23 años y muchos sueños por cumplir.
Vi a un gigante herido. La superpotencia mundial sangraba y lo hacía a borbotones. En aquel vuelo todo era incredulidad. Lo habíamos visto por televisión, en directo, en Guatemala, pero fue muy impactante constatarlo.
“Comienza a extenderse la noticia. Me marcho hoy mismo. Quiero ser una parte de ella. Nueva York, Nueva York”, cantaba el gran Frank Sinatra en su clásico de 1977. Pero la perspectiva que conocí de la ciudad fue diferente.
Era mi primera vez allí, en esa ciudad que se había proyectado al mundo como “la que nunca duerme”, “la cima del mundo”.
Como fotoperiodista, imaginaba conocerla en su máximo esplendor. Durante muchos años he admirado las fotografías de los obreros almorzando durante la construcción del Edificio RCA en el Rockefeller Center, en 1932, que pintan una imagen del desarrollo y fortaleza de la economía estadounidense. Sin embargo, la conocí de rodillas, conmocionada, golpeada y devastada.
En aquellas horas era más fácil encontrar a un fanático vistiendo una camisa de Osama Bin Laden que abordar un taxi. Había pocos, y estaban ocupados, el acceso era limitado.
En una esquina del aeropuerto JFK se encontraba uno de esos clásicos automóviles amarillos de servicio que aparecen en las películas. Parecía descompuesto, pero tímidamente bajó el conductor y ofreció el viaje. Un golpe de suerte.
-“¿De qué país eres?”, pregunté durante el trayecto.
-“Soy árabe”, respondió, avergonzado.
– “Luces como latino”, repliqué.
-“Tuve que quitarme la ropa de mi etnia, me afeité e intento lucir distinto; si no, la gente no se sube a mi automóvil. Trato de no hablar, para evitar que me escuchen el acento. ¡No entienden! Yo no soy terrorista…”, se lamentó.
Aún con las maletas en el taxi, la misión era llegar lo más cerca posible del área impactada. En la Zona Cero, la mayoría de calles estaban cerradas. La vigilancia era constante y el ejército patrullaba permanentemente con armas de alto calibre y vehículos. Centenares de personas buscaban a los desaparecidos.
Un grupo de religiosos confortaba con cánticos y rezos a los desesperados familiares. En una de las avenidas principales del World Trade Center, los gritos eran estremecedores. Una masa jadeante y delirante hacía eco en las paredes de los enormes edificios.
-“¿Es tu mamá?”, pregunté a un joven que consolaba a una anciana.
-“No, pero no encuentro a mi mamá, y ella no encuentra a su hijo”, contestó, como lanzando un salvavidas a la mujer que se ahogaba en llanto.
Una corresponsal alemana filmaba aquel momento, y lloraba. No dejó de grabar.
Los días pasaron de forma vertiginosa. Era común escuchar las alarmas y las sirenas. La gente corría con el terror dibujado en el rostro. Era una labor casi imposible tratar de controlar aquella histeria colectiva provocada por las falsas amenazas de bomba.
Los esqueletos desparramados de las Torres Gemelas se veían a lo lejos. El ambiente era brumoso, el clima sofocante, la mayoría de gente utilizaba mascarilla debido al polvo que aún nublaba el lugar ocho días después del ataque.
Muchos lloraban al ver aquella escena que se sugería dantesca, otros aplaudían a los bomberos que regresaban de la Zona Cero, con el rostro cansado y ennegrecido, hombros caídos y uniformes desalineados.
“Llevo más de 72 horas intentando recuperar cuerpos, pero no hay, todos están desechos”, explicó uno de los rescatistas mientras caminaba a la improvisada casa de campaña para abastecerse. Luego de una siesta de 10 minutos, regresó al infierno.
El espíritu patriótico afloró conforme pasó el tiempo. Una estudiante de economía de Harvard que caminaba por el lugar confesó: “Esto nos hará más fuertes”.
Dos obreros que trasladaban escombros en un auto municipal detuvieron la marcha para colocar una bandera de EE. UU. en la cabina, la multitud aplaudió la acción que se percibía heroica en aquellas circunstancias. Muchos mostraban y presumían la portada del New York Daily, con tipografía enorme que decía: “Amamos a Nueva York, hoy más que nunca”.
Una de las misiones principales de esta cobertura era intentar localizar a víctimas guatemaltecas. Eso fue como buscar una aguja en un pajar. No había registros. La mayoría de connacionales trabajaba en servicios de limpieza y habían llegado a EE. UU. como migrantes indocumentados.
Ellos permanecerán anónimos, no figurarán en películas, documentales u homenajes póstumos.
Claudia Martínez, una corredora de bolsa, guatemalteca, de 26 años, recién casada, trabajaba en el piso 105 de la torre 1. El impacto de aquellos aviones en el World Trade Center truncó su sueño de escalar en su profesión.
Poco a poco la economía daba señales de vida, los propietarios de los comercios navegaban entre el polvo. Las pérdidas materiales eran incalculables. Un vendedor de hot dogs ofrecía panes con kebab, mientras los helicópteros de guerra militares sobrevolaban la isla.
– “¿Es usted árabe?”, pregunté.
-“No. Soy mexicano, pero estos hot dogs les gustan a los judíos, árabes, europeos, latinos y hasta gringos; la comida no pelea con nadie”, expresó con esa sabiduría que tiene la gente de a pie.
Aquel suceso golpeó a EE. UU., pero estremeció al mundo. Después de ese hecho, nada fue igual.
Prensa Libre lo narró en primera línea, fiel a sus principios de brindar perspectiva y la mejor información a su audiencia. Y desde entonces, la población mundial contiene la respiración. La historia aún no termina.