Ya para entonces el autor de novelas como El Señor Presidente, Hombres de Maíz, Mulata de Tal o Los ojos de los enterrados, entre muchas otras, ya había sido traducido a 30 idiomas, por lo cual su obra, fundamentalmente inspirada en la cosmovisión indígena, tradición y devenir histórico de Guatemala, alcanzaba amplia difusión. Después de la cena, Asturias fue a la Embajada de Guatemala y allí se reunió con estudiantes guatemaltecos que vestían trajes regionales y pusieron un disco que reproducía el himno universitario La Chalana, del cual fue coautor en 1922 cuando era universitario.
Histórico galardón
El periodista Alfonso Anzueto relata detalles de la gala de premiación celebrada aquel 10 de diciembre de 1967, que comenzó a las 16.30 horas (hora de Estocolmo, 9.30 de Guatemala) y duró una hora y media: “Asturias recibió sereno el galardón, pero al terminar el acto y recibir el abrazo y beso de su esposa, pusimos presenciar su emoción y sus ojos se humedecieron… Durante el acto estuvo pensativo, con la mano en el mentón, una actitud muy peculiar en él y los guatemaltecos que lo contemplábamos. Nos daba la impresión que aunque físicamente estaba en el recinto, su pensamiento volaba hacia la patria”.
Encomio
Miguel Ángel Asturias fue presentado por el académico y poeta sueco Andërs Osterling, quien expresó que el motivo del premio se debía a “su obra literaria, rica en colorido, basada en la originalidad del pueblo y en las tradiciones indígenas”.
Se le entregó a Asturias el diploma y la medalla conmemorativa de Alfred Nobel. Era la primera vez que un guatemalteco recibía el máximo galardón mundial de las letras. Asturias no pudo cumplir su sueño de volver a vivir en su país a causa de la intolerancia política. Murió siete años después, en España.
Con información de la Academia Sueca y Hemeroteca Prensa Libre
“Mi voz en el umbral…
Mi voz llegada de muy lejos, de mi Guatemala natal. Mi voz en el umbral de esta Academia. Es difícil entrar a formar parte de una familia. Y es fácil. Lo saben las estrellas. Las familias de antorchas luminosas. Entrar a formar parte de la familia Nobel. Ser heredero de Alfredo Nobel. A los lazos de sangre, al parentesco político, se agrega una consanguinidad, un parentesco más sutil, nacido del espíritu y la obra creadora. Y esa fue, quizás no confesada, la intención del fundador de esta gran familia de los Premios Nobel. Ampliar, a través del tiempo, de generación en generación, el mundo de los suyos. En mi caso entro a formar parte de la familia Nobel, como el menos llamado entre los muchos que pudieron ser escogidos.
Y entro por voluntad de esta Academia cuyas puertas se abren y se cierran una vez al año para consagrar a un escritor y por el uso que hice de la palabra en mis novelas y poemas, de la palabra más que bella, responsable, preocupación a la que no fue ajeno aquel soñador que andando el tiempo pasmaría al mundo con sus inventos, el hallazgo de explosivos hasta entonces los más destructores, para ayudar al hombre en su quehacer titánico en minas, perforación de túneles y construcción de caminos y canales. No sé si es atrevido el parangón. Pero se impone. El uso de las fuerzas destructoras, secreto que Alfredo Nobel arrancó a la naturaleza, permitió en nuestra América las empresas más colosales. El Canal de Panamá, entre estas. Magia de la catástrofe que cabría parangonarla con el impulso de nuestras novelas, llamadas a derrumbar estructuras injustas para dar camino a la vida nueva.
Las secretas minas de lo popular sepultadas bajo toneladas de incomprensión, prejuicios, tabúes, afloran en nuestra narrativa a golpes de protesta, testimonio y denuncia, entre fábulas y mitos, diques de letras que como arenas atajan la realidad para dejar correr el sueño, o por el contrario, atajan el sueño para que la realidad escape.
Cataclismos que engendraron una geografía de locura, traumas tan espantosos, como el de la Conquista, no son antecedentes para una literatura de componenda y por eso nuestras novelas aparecen a los ojos de los europeos como ilógicas o desorbitadas. No es el tremendismo por el tremendismo. Es que fue tremendo lo que nos pasó. Continentes hundidos en el mar, razas castradas al surgir a la vida independiente y la fragmentación del Nuevo Mundo. Como antecedentes de una literatura, ya son trágicos. Y es de allí que hemos tenido que sacar no al hombre derrotado, sino al hombre esperanzado, ese ser ciego que ambula por nuestros cantos. Somos gentes de mundos que nada tienen que ver con el ordenado desenvolverse de las contiendas europeas a dimensión humana, las nuestras fueron en los siglos pasados a dimensión de catástrofes.
Andamiajes. Escalas. Nuevos vocabularios. La primitiva recitación de los textos. Los rapsodas. Y luego, de nuevo, la trayectoria quebrada. La nueva lengua. Largas cadenas de palabras. El pensamiento encadenado. Hasta salir de nuevo, después de las batallas lexicales, más encarnizadas, a las expresiones propias. No hay reglas. Se inventan. Y tras mucho inventar, vienen los gramáticos con sus tijeras de podar idiomas. Muy bien el español americano, pero sin lo hirsuto. La gramática se hace obsesión. Correr el riesgo de la antigramática. Y en eso estamos ahora. La búsqueda de las palabras actuantes. Otra magia. El poeta y el escritor de verbo activo. La vida. Sus variaciones. Nada prefabricado. Todo en ebullición. No hacer literatura. No sustituir las cosas por palabras. Buscar las palabras-cosas, las palabras-seres. Y los problemas del hombre, por añadidura. La evasión es imposible. El hombre. Sus problemas. Un continente que habla. Y que fue escuchado en esta Academia. No nos pidáis genealogías, escuelas, tratados. Os traemos las probabilidades de un mundo. Verificadlas. Son singulares. Es singular su movimiento, el diálogo, la intriga novelesca. Y lo más singular, que a través de las edades no se ha interrumpido su creación constante».
Discurso de Miguel Ángel Asturias tras recibir el premio Nobel de Literatura 1967.
SERIE HISTÓRICA (86)