Opinión: El clima favorable es lo que define a California. ¿Qué pasa cuando ya no está?
PALO ALTO, California — Hollywood debió haberse ubicado en Nueva Jersey. Después de todo, ese fue el estado poco glamuroso donde Thomas Edison inventó el kinetógrafo y el kinetoscopio, su económica cámara de cine y su visualizador acompañante. Además, ahí fue donde despegó el negocio del cine; hasta la década de 1910, muchos de los mayores éxitos de aquel entonces —“Jack y la habichuela gigante”, por ejemplo, o “El gran asalto al tren”— se produjeron en Nueva Jersey y Nueva York, muchos bajo la batuta de la propia empresa de Edison.
Sin embargo, para finales de esa década, la incipiente industria cinematográfica ya había empacado sus maletas y se había mudado a California. ¿Por qué? Los académicos citan varios motivos, pero la mayoría de los relatos incluyen uno obvio. Las primeras cámaras de cine requerían mucha luz, así que las películas solían filmarse al aire libre o en platós a cielo abierto. A diferencia del sombrío noreste, el sur de California les ofrecía a los cineastas sol todo el año y una diversidad de paisajes deslumbrantes en los que podían imaginar mundos de celuloide: océanos, desiertos y montañas al alcance de la mano, escenarios gloriosos por doquier.
En otras palabras, Hollywood está en Hollywood y no en West Orange, Nueva Jersey, por muchas de las mismas razones por las que el Valle Central de California produce más o menos una cuarta parte de la comida de la nación, y por las que los Beach Boys desearon que todo Estados Unidos fuera como “California”. Es el motivo por el que John Muir, desde la cima del paso de Pacheco, describió un paisaje que parecía “enteramente compuesto” de luz, “el más hermoso que jamás haya contemplado”.
Y es la misma razón por la que muchos californianos llegaron aquí en primer lugar, y la razón por la que muchos de nosotros, pese a todo, no podemos evitar quedarnos: el sol radiante y el esplendor natural. Somos adictos no solo al tiempo de California, gratamente templado e ideal para casi cualquier objetivo, sino también al hecho de que el estilo de vida aquí parece definirse tanto por lo que hay fuera como por lo que hay dentro.
No obstante, un estado que vive de la naturaleza corre el riesgo de morir por ella también. En los últimos años, conforme California ha luchado contra olas de calor, sequías e incendios, exacerbados por el calentamiento del planeta, he comenzado a preguntarme cuál es el futuro de mi estado natal, y en un sentido más profundo, cuál es su propósito.
¿California sigue siendo California mientras nuestro clima se convierte en un adversario más que un aliado? ¿De qué sirve California cuando el verano, la estación en la que el “estado dorado” alcanzaba su máximo esplendor, pasa de ser un paraíso a un infierno?
Porque así es como he llegado a percibir el final del verano y el inicio del otoño hoy en día. Siete de los diez incendios forestales más grandes en la historia de California han ocurrido en los últimos tres años. La temporada de incendios de este año ya ha dejado huella: el incendio Dixie, que no ha dejado de arder desde hace casi un mes en el Bosque Nacional Lassen, ya es el segundo incendio más grande en la historia del estado; ha consumido más de 200 mil hectáreas, destruyó cientos de estructuras, y apenas está contenido al 25 por ciento.
El humo del incendio Dixie y otras llamaradas de este verano han recorrido más de 1600 kilómetros de distancia, lo cual ha llegado a contaminar el aire en Denver y Salt Lake City. En el área de la bahía de San Francisco, donde vivo, el aire ha permanecido al borde de lo nocivo, pero todos mis conocidos no esperan que eso se mantenga. Así como sucedió el año pasado, es probable que los cubrebocas pronto tengan una doble función para los californianos: en interiores para evitar el virus, y en exteriores para filtrar el humo y la lluvia de ceniza.
No pretendo insinuar que mi estado es el único con dificultades; el tiempo se está tornando vengativo en todo el planeta, no solo en California. También es cierto que, por muy maravilloso que sea, California nunca ha estado exento de las inclemencias meteorológicas y los desastres naturales. En un ensayo sobre los vientos secos y peligrosos de Santa Ana que soplan con regularidad por el sur de California, Joan Didion escribió que su clima estaba caracterizado por “extremos infrecuentes, pero violentos”. El tiempo en Los Ángeles “es el tiempo de la catástrofe, del apocalipsis”, describió.
Esa descripción me parece correcta. Mientras crecía en el condado de Orange, solía ver titulares sobre sequías y desprendimientos, incendios por aquí y por allá, El Niño, y los vientos de Santa Ana. Era un lugar donde no se podía confiar del todo en la tierra, jamás debías olvidar que en cualquier momento el suelo bajo tus pies podía temblar de manera violenta, y todo lo que te rodea podía quedar destruido en un instante.
La diferencia ahora con respecto a la naturaleza en California no es la clase de desastres que enfrentamos, sino su frecuencia. Los extremos violentos ya no son infrecuentes, son habituales, anticipados. El tiempo de la catástrofe y el apocalipsis no es una anomalía; es solo el tiempo.
Los estudiosos que se enfocan en California a veces hablan de un “impuesto sobre el clima”. La vida en este estado puede ser frustrante: es costosa, siempre hay tráfico, los impuestos son altos, los niveles de desigualdad son de los peores en la nación. Pero tal vez ese es el precio que hay que pagar por el tiempo maravilloso.
En 2015, encuestadores de la Universidad del Sur de California y The Los Angeles Times le preguntaron a la gente si pretendía quedarse en California, y de ser así, por qué. Aunque los encuestados citaron una letanía de problemas, más del 70 por ciento dijo que prefería vivir aquí que en cualquier otra parte. El principal motivo, por mucho, fue el tiempo. La vida aquí puede ser difícil, pero la gente parecía dispuesta a soportar mucho con tal de vivir en un lugar donde es tan agradable estar al aire libre.
Sin embargo, la importancia que le damos al buen tiempo es justo la razón por la que los cambios climáticos podrían ser devastadores para la identidad de este estado. En su icónica canción, The Mamas & the Papas describieron a California como una tierra de ensueño escapista, libre de toda desdicha. “I’d be safe and warm if I was in LA” (Estaría a salvo y cálido si estuviera en Los Ángeles).
Dentro de poco, Los Ángeles y otras ciudades del estado podrían ser más una pesadilla que un sueño, demasiado calientes y no tan seguras, con hojas quemadas y cielos cenizos.