Sé que la gente tendrá sentimientos encontrados al respecto. Algunos creerán que es aceptable utilizar cualquier medio necesario para determinar si un personaje público incumple sus promesas, aunque se trate de un sacerdote que puede haber roto su voto de celibato.
Sin embargo, para mí, esto no se trata de un solo hombre. Se trata de una falla estructural que permite que existan datos en tiempo real sobre los movimientos de los estadounidenses y que se usen sin nuestro conocimiento o verdadero consentimiento. Este caso muestra las consecuencias tangibles de las prácticas de las vastas industrias de recolección de datos que, en gran medida, no están reguladas en Estados Unidos.
La realidad es que en Estados Unidos hay pocas restricciones legales o de otro tipo que impidan a las empresas recopilar las ubicaciones precisas de los lugares por los que pasamos y vender esa información a cualquiera. Esos datos están en manos de empresas con las que tratamos a diario, como Facebook y Google, y también de intermediarios de información por encargo con los que nunca interactuamos de manera directa.
Estos datos suelen estar empaquetados en masa y son anónimos en teoría, pero a menudo pueden ser rastreados hasta los individuos, como lo muestra la historia del jerarca católico. La existencia de esos datos en un volumen tan grande sobre prácticamente todo el mundo genera las condiciones para un uso indebido que puede afectar tanto a los malos como a los buenos.
El Servicio de Impuestos Internos ha comprado los datos de ubicación disponibles comercialmente de los celulares de la gente para cazar (al parecer ineficazmente) a los delincuentes financieros. Los contratistas de defensa y las agencias militares estadounidenses han obtenido datos de localización de aplicaciones que la gente utiliza para rezar o colocar sus repisas. Los acosadores han encontrado a sus víctimas obteniendo información sobre la ubicación de las personas a través de las empresas de telefonía móvil. Cuando los estadounidenses acuden a concentraciones o manifestaciones, las campañas políticas compran información sobre los asistentes para enviarles mensajes.
Me exaspera que todavía no existan leyes federales que restrinjan la recolección o el uso de datos de localización. Si hiciera una lista de tareas tecnológicas para el Congreso, esas restricciones estarían en lo más alto de mi agenda. (Me animan algunas de las propuestas del Congreso y la legislación estatal pendiente para restringir aspectos de la recopilación o el uso de datos de localización personal).
La mayoría de los estadounidenses ya saben que los teléfonos rastrean nuestros movimientos, aunque no conozcamos necesariamente todos los detalles escabrosos. Y sé lo fácil que puede ser sentirse resignado y enfadado o simplemente pensar: “¿Y qué?”. Quiero resistirme a ambas reacciones.
La desesperanza no ayuda a nadie, aunque yo también me sienta así con frecuencia. Perder el control de nuestros datos no era inevitable. Fue una elección, o más bien un fracaso, durante años de los individuos, los gobiernos y las corporaciones para pensar en las consecuencias de la era digital. Ahora podemos elegir un camino diferente.
Incluso si crees que tú y tu familia no tienen nada que ocultar, sospecho que muchas personas se sentirían desconcertadas si alguien siguiera a su hijo adolescente o a su pareja a todas partes. Es probable que lo que tenemos ahora sea peor. Posiblemente miles de veces al día, nuestros celulares informan sobre nuestra ubicación y realmente no podemos detenerlos.
El Comité Editorial de The New York Times escribió en 2019 que, si el gobierno de Estados Unidos hubiera ordenado a los estadounidenses proporcionar información constante sobre sus ubicaciones, el público y los miembros del Congreso probablemente se rebelarían. Sin embargo, poco a poco a lo largo del tiempo, hemos acordado colectiva y tácitamente entregar esos datos de forma voluntaria.
Obtenemos beneficios de ese sistema de localización, como las aplicaciones de tráfico en tiempo real y las tiendas cercanas que nos envían cupones. Pero no deberíamos aceptar a cambio la vigilancia perpetua y cada vez más invasiva de nuestros movimientos.