EDITORIAL
Los amargos caminos de la perdición vial
Los contratos amañados, el pago de sobornos por otorgamiento de proyectos, la adjudicación de obras a allegados o prestanombres, la supervisión dudosa o simulada, la desigual calidad de trabajos y el desorden sistémico en la priorización de proyectos figuran entre los múltiples tumores que aquejan la gestión de la infraestructura vial del país desde hace décadas. Ya el nefasto fraude de la compañía denominada Desarrollo de Autopistas de Guatemala (DAG) en 1981, durante el gobierno del general Romeo Lucas García se perfilaba como una premonición aciaga de lo que podía ocurrir en la obra pública sin la aplicación de normas de transparencia y control del gasto. A DAG se le pagaron Q1 mil 500 millones para construir 1 mil 800 kilómetros de vías asfaltadas, pero no se construyó un solo metro.
No se trata de satanizar el modelo de contratación de compañías para la ejecución de proyectos, pero sí de sanearlo, pues con el paso de las décadas se ha convertido en un botín apetecido, gobierno tras gobierno, lo cual en sí no es el problema porque tal situación debería generar mayor y mejor competencia. Desgraciadamente, a causa de las venalidades, las ambiciones ilícitas y los arreglos a compadre hablado, las licitaciones pasaron de ser un filtro a ser una invitación a la piñata de los recursos públicos.
Muchos funcionarios entran a mandos medios o altos del Ministerio de Comunicaciones con perfiles económicos promedio y salen con millonarias fortunas a causa de pactos repugnantes que con frecuencia involucran a alcaldes, gobernadores o diputados. No es una elucubración ni un invento. Las denuncias, los procesos y los montos han salido a luz en repetidas ocasiones, como una pesadilla guatemalteca burlesca y recurrente.
La infausta frase “que roben algo pero que hagan obra” es una perversión absoluta de la misión del Estado y de la obligación de un servidor público. Repetirla es un consuelo de tontos ante un mal que parece omnipresente, inminente, impune y, para mayor abyección, redituable para los delincuentes que sacan beneficio personal y familiar a costa de los recursos de la ciudadanía.
Todavía es posible recordar la impostación de dignidad que hacía el exministro Alejandro Sinibaldi cuando reclamaba y pedía aclaraciones por las noticias en las que se señalaban irregularidades y adjudicaciones sospechosas. Fue en su período que se firmó y después renegoció con la corrupta empresa brasileña Odebrecht el contrato de construcción de la carretera del sur, que luego quedó abandonada y sigue así en muchos tramos; después vino el período de José Luis Benito, hoy prófugo, cuyo legado más notable es el monumental fiasco del Libramiento de Chimaltenango.
El más reciente capítulo de esta novela negra es la crisis de caja en la Unidad Ejecutora de Conservación Vial (Covial), que no tiene recursos para enfrentar las previsibles secuelas de la segunda etapa de la época lluviosa. Y se quedó prácticamente sin dinero porque durante la gestión del ministro y hoy otra vez diputado Edmundo Lemus se sobregiraron por adelantado Q883 millones, con lo cual a la entidad solo le resta el 3% de recursos para este año. El actual titular de la cartera anunció la interposición de denuncias, pero habrá que ver si se concretan. Luego habrá que ver si el Ministerio Público despierta de su letargo. Pero más allá de las acusaciones, las capturas y los procesos judiciales, que ojalá ocurran, subyacen las causas de esta debacle: una anticuada Ley de Contrataciones y una Contraloría de Cuentas amarrada a las conveniencias de turno.