EDITORIAL
El día de la República
Aunque este año se distingue por la conmemoración del bicentenario de la Independencia, como hito que marcó el comienzo del andar de los territorios centroamericanos que alguna vez formaron la Capitanía General de Guatemala, es necesario reconocer que un cuarto de siglo después sobrevendría una proclama cuya importancia no siempre se justiprecia: la declaración de la República de Guatemala como un Estado independiente y soberano, la cual cumple hoy 174 años.
Es válida la efeméride, definida durante el primer período de Rafael Carrera, caudillo conservador y presidente vitalicio, a quien la historiografía liberal regatea méritos incluso intelectuales, pero quien marcó un paso decisivo en la configuración nacional. Aquella declaratoria se produjo en un contexto histórico agitado, entre pugnas sectarias y de poderes locales que condenaron al fracaso la federación centroamericana. Es innegable el espíritu autocrático de Carrera, el cual sería emulado por otros gobernantes de distinto signo político, que igual se impusieron a sangre y fuego en dictaduras.
La etimología de república proviene del término latino “res pública”, que alude a los asuntos de dominio general e interés público que integran la administración de un Estado. Es desde esa misma raíz que se establece como norma fundamental la publicidad de los actos del Gobierno, al cual los ciudadanos eligen para depositar la responsabilidad del manejo de los asuntos comunes y la conducción de la comunidad nacional.
Pareciera obvio tener que recordar esta noción primigenia, pero a la vez resulta increíble la ignorancia manifiesta en acciones de tantos gobernantes y funcionarios públicos que en diversos períodos han exhibido su intolerancia, intransigencia, incapacidad de gestión colaborativa e incluso deficiencias que evidencian su incoherencia ética y, por ende, su cuestionable idoneidad.
El despilfarro de recursos públicos, la falta de control sobre el manejo del erario, la resistencia a la cuentadancia, la permisividad con allegados afectivos o aliados políticos, la opacidad y secretismo en contratos o concesiones son tan solo algunos síntomas de esa ignorancia, término que podría equivaler a desconocimiento, pero que en este caso debe entenderse como una decisión deliberada de no seguir imperativos conocidos, como si por alguna razón se creyeran superiores a la ley.
La primacía de la ley es un principio ineludible en una república, y lo mismo cabe decir de la igualdad. Ningún cargo de elección faculta a nadie para beneficiarse personalmente y a costa del bien común. Todo político se convierte en un intermediario entre la ciudadanía y el Estado; todo funcionario se transforma en un delegado administrativo, no en un mandamás ni en un monarca de temporada.
A 174 años de haber sido creada la República, con varias constituciones encima y actualmente con una democracia de tres décadas y media, es necesario demandar cordura a los gobernantes para no repetir crasos errores que indefectiblemente han llevado a otrora poderosos gobernantes a la cárcel, al descrédito o a la puerta trasera de la historia.