Como consecuencia, empieza a advertirse en la población lo que se conoce como “fatiga pandémica”, un problema que preocupa seriamente a la comunidad científica.
Se trata de un concepto que alude al progresivo abandono de las recomendaciones sanitarias cuyo fin es contener el avance del virus, y no a la sensación subjetiva de cansancio o abatimiento, como a priori pudiera parecer.
La adherencia a tan numerosas indicaciones no es sencilla, pues supone un cambio notable en la forma en que trazábamos nuestras vidas hasta el momento. No obstante, puede reducirse a la confluencia de tres factores: la oportunidad, la capacidad individual y la motivación.
Es precisamente el último de los factores citados, la motivación, el que se encuentra más erosionado en la actualidad. Ya no es infrecuente atestiguar cómo ciertas personas incurren en un exceso de confianza y se exponen a situaciones de riesgo potencial para sí mismas o para los demás, o cómo infravaloran la relevancia sanitaria de la infección.
Es también un caldo de cultivo para la efervescencia de teorías que se alejan de la realidad de los hechos, y que motivan reacciones incompatibles con el autocuidado.
La fatiga pandémica es un fenómeno socialmente previsible, conocido por la experiencia con crisis sanitarias de larga duración anteriores a la actual. Aun así, pone en peligro el mantenimiento de los logros comunes conquistados durante estos difíciles meses.
Por ello requiere muchísima atención, así como una mirada crítica y comprensiva. En este artículo, por tanto, revisaremos siete potenciales causas que subyacen a ella.
1. Experiencia individual con la enfermedad
El hecho de no haber padecido en primera persona la enfermedad, de no haber sufrido sus rigores ni conocerlos a través del testimonio de un tercero, puede desvirtuar su relevancia percibida.
Vivir de cerca el proceso infeccioso es una experiencia difícil, que ha generado en muchas personas una respuesta de estrés clínicamente relevante (sobre todo en cuidadores informales y profesionales sanitarios de primera línea).
En contrapartida, también dotaría de una perspectiva privilegiada para ser conscientes de su importancia y esforzarse por prevenirla.
2. Teorías de la conspiración
La aparición de teorías explicativas crípticas, dirigidas a infravalorar la importancia de la crisis o a atribuirle intenciones sinuosas, favorece una mayor laxitud en el empleo de las medidas sanitarias.
En el peor de los casos implica una respuesta frontal de oposición, que se traduce en un absoluto rechazo a seguir las recomendaciones generales (un concepto conocido como “reactancia psicológica”).
Es muy relevante considerar que tales posturas se han visto promovidas incluso por figuras socialmente prominentes, alcanzando una amplísima difusión durante los últimos meses.
3. Baja percepción de riesgo
Toda respuesta de afrontamiento depende de procesos subjetivos de valoración de la situación a la que nos enfrentamos, en interacción con características individuales.
Es en esta parte del proceso donde atribuimos relevancia personal a los hechos y, por tanto, nos preparamos para lidiar con ellos haciendo uso de los recursos disponibles.
En los casos en que el patógeno no se considera amenazante o se evita reflexionar sobre ello, aumenta la probabilidad de que se eludan las medidas de seguridad.
Por otra parte, algunas personas pueden tomar la decisión de cesar en sus esfuerzos al considerar que mantenerlos tendría un impacto negativo sobre otras áreas de su vida, como la familiar o la laboral.
4. Excesiva promoción del miedo
Las campañas de prevención primaria que estimulan excesivamente el miedo pueden fracasar estrepitosamente en sus propósitos, pues precipitan una respuesta de negación o de evitación en su público objetivo.
Tales actos de concienciación deben promover emociones razonables y ajustadas a la realidad, que permitan a sus receptores tomar decisiones informadas y coherentes (sin que irrumpa un contraproducente desbordamiento de sus afectos). La presencia de fake news ha podido contribuir a este paradójico fenómeno.
5. Sesgo de familiaridad
Mantener durante mucho tiempo las recomendaciones sanitarias supone un esfuerzo evidente, así como un estrés de magnitud considerable. A veces podemos pensar que no son necesarias si nos reunimos exclusivamente con personas en las que confiamos, deslizándonos hacia un sesgo optimista que minimiza falsamente el riesgo percibido de infección.
Así pues, se trataría de situaciones en las que “bajaríamos la guardia”, cediendo al efecto de la fatiga pandémica con micro decisiones aparentemente inocuas.
6. Sensación de indefensión
A pesar de los grandes esfuerzos llevados a cabo por la población, los datos oficiales sobre la propagación del virus siguen siendo poco alentadores.
En algunas personas, esta realidad puede traducirse en una vivencia de indefensión aprendida. En estos casos podemos entender que ningún esfuerzo será suficiente para mejorar la situación.
Con ello, aumentaría la probabilidad de fatiga pandémica, así como de emociones difíciles y pesimismo respecto al futuro.
7. Falta de confianza en los organismos públicos
La irrupción de contradicciones o cambios abruptos en las restricciones, así como la escasa transparencia sobre los motivos que residen tras ellas, suelen motivar que muchas personas dejen de adherirse a las mismas. Es esencial que la ciudadanía no olvide el sentido de su esfuerzo.
Por eso, se requiere información clara, consenso social y decisiones políticas razonables (y razonadas) en todos los ámbitos de la vida.
Joaquín Mateu Mollá, Profesor Adjunto en Universidad Internacional de Valencia, Doctor en Psicología Clínica, Universidad Internacional de Valencia
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.