EDITORIAL
Una epidemia mortal que va sobre ruedas
Es sorprendente y causa de preocupación la temeridad con que muchos conductores de autos y motos se desplazan por calles y carreteras de Guatemala, sobre todo los que trasladan acompañantes, que en ocasiones resultan ser sus propias familias. Aun así, maniobran con imprudencia, rebasan en segunda y tercera fila, aceleran en áreas de paso peatonal, irrespetan señales de “alto” y semáforos en rojo, toman calles a contravía, se montan en aceras o ciclovías, conducen con el casco en el codo y otras muestras de irresponsabilidad que rozan la demencia.
El irrespeto a las leyes viales se ha convertido en la más evidente representación de un relativismo malsano que ha cundido en la comunidad guatemalteca. Desde el motorista que no sabe, no entiende o no le importa que el semáforo en rojo significa que debe detenerse, hasta el automovilista que se estaciona donde le da la gana con el socorrido ardid de encender las luces de emergencia sin que exista una.
Aunque durante los meses en que se restringió la movilidad por la pandemia hubo una baja proporcional de incidentes de tránsito, los mismos vuelven a sus cifras “acostumbradas” por efecto de imprudencias, prisas, impericia, estado de ebriedad y exceso de velocidad. Al efectuar un conteo a mediano plazo es posible constatar la alta mortalidad y cauda de daños colaterales de los percances de tránsito. Según cifras del Departamento de Tránsito de la Policía Nacional Civil, en el país se han registrado alrededor de 62 mil accidentes de este tipo en la última década, con saldo de 100 mil lesionados y 15 mil fallecidos. Desde la frialdad de la estadística es posible vislumbrar la gravedad de este problema: un promedio de 27 víctimas diarias.
La mitad de los fallecidos tienen entre 18 y 35 años de edad, ya sean conductores, pasajeros, peatones o terceros involucrados. Ello quiere decir que este tipo de eventos trágicos tiene un fuerte impacto en la población en edad productiva, como una mortal epidemia, por lo cual es imperativo reducir el riesgo, ya sea con educación preventiva o mediante la aplicación estricta de las normas vigentes.
El Estado por sí solo no puede eliminar un problema que depende del sano ejercicio de la libertad y de la plena conciencia de las obligaciones que rigen a quienes hacen uso de la vía pública para desplazarse. En otras palabras, es el propio ciudadano quien debe renovar su actitud de respeto a sí mismo, hacia su familia y a la comunidad como una obligación inherente al permiso otorgado para conducir. Sin embargo, muchos niños más bien parecen aprender a practicar la imprudencia, el abuso y la arbitrariedad, como resultado del ejemplo que reciben de los mayores.
Por otra parte, a nivel de empresas que manejan flotillas de vehículos de todo tamaño, se debe manejar un código de ética vial que forme parte de la misión y valores de las mismas organizaciones. De alguna manera es el prestigio de las marcas el que también se exhibe en furgones, microbuses, picops y camiones, por lo cual sus pilotos deben conducirse con integridad, corrección y cortesía. Lo mismo vale decir de las líneas de autobuses urbanos y extraurbanos que con demasiada frecuencia son protagonistas de colisiones y vuelcos que dejan severas secuelas en terceros, quienes a menudo deben enfrentar el resto de sus vidas con una discapacidad o con el dolor de haber perdido a un ser querido, y todo a causa de un loco al volante que muy posiblemente sigue suelto.