Aquella campaña sirvió para confirmar dos cosas: la efectividad del juego electoral sucio y que tres meses son una eternidad en política. De hecho, en los comicios celebrados un 8 de noviembre, el vicepresidente Bush terminó ganando en 40 de los 50 Estados de la Unión, con una ventaja de 53% del voto popular frente al 46% obtenido por Dukakis y 426 votos electorales. Cuatro años después, el veterano Bush a pesar de sus impecables credenciales, fue derrotado por Bill Clinton gracias a una crisis económica y un voto conservador dividido por otro multimillonario populista llamado Ross Perot.
Esta historia de Bush Sr. y Dukakis está sirviendo como jarro de agua fría para los que caen en el error de confundir las encuestas más recientes con los resultados de la cita con las urnas prevista en tan sólo 60 días. Es cierto que Joe Biden, tras las convenciones reconvertidas en mala televisión y que no han servido de mucho a ninguno de los candidatos, mantiene una ventaja sobre el ocupante de la Casa Blanca de entre 7 y 10 puntos.
Pero también es cierto que la Presidencia de Estados Unidos se decide en 50 elecciones diferentes, sin necesidad constitucional de sumar una mayoría del voto popular.
Aquel tóxico verano de 1988
Recordando aquel intenso verano de 1988, con el gran reto de llenar los zapatos de Reagan, un selecto grupo de asesores de George H. W. Bush se reunió en un céntrico hotel de cinco estrellas en Washington D.C. En sus manos tenían amplia y certera documentación sobre la ignorancia existente entre el electorado americano sobre el historial progresista de Dukakis como gobernador y la impopularidad de algunas de sus políticas difícilmente exportables más allá de Massachusetts. Y a partir de ahí empezaron a construir un plan de contraofensiva.
Como dijo Lee Atwater, el legendario y tóxico manager de la campaña presidencial republicana, había llegado el momento de “quitarle la corteza al pequeño bastardo”.
Aquella campaña generó lo más parecido a una primera sobresaturación en Estados Unidos de consultores políticos y consiglieri con afán de protagonismo. De hecho, la revista Time no dudó en proclamar aquel ciclo electoral como The Year of the Handlers, por el férreo control que ejercieron en ambas campañas una serie de asesores como James Baker y John Sasso.
Sin que faltase el reproche de que, a pocas semanas de las elecciones para elegir al líder más relevante en la política americana, los dos candidatos en liza habían retornado a un estado de dependencia pueril con respecto a sus asesores.
Toda esta sobredosis de gestores de campañas coincidió con un visible perfeccionamiento de las herramientas a disposición de los aspirantes a la Casa Blanca. De acuerdo al análisis crítico de la revista Time: “Cada cuatro años, la campaña moderna se acerca más a la perfección mecánica, ya que técnicas como los grupos de discusión y los sondeos nocturnos de seguimiento sacan el último suspiro de espontaneidad del proceso”.
Los demócratas de Reagan
Por otra parte, gracias a todos estos sofisticados métodos, la campaña de Bush padre llegó a la conclusión de que si quería conectar con un segmento especialmente decisivo del electorado americano conocido como los llamados Reagan Democrats –votantes de clase trabajadora que harán posible la hegemonía del Partido Republicano durante la década de los ochenta– había que enfatizar cuestiones vinculadas a la temida debilidad de Estados Unidos en el terreno internacional y la obsesión por el orden y la ley en el frente doméstico.
Con todo, la gran ofensiva electoral de la campaña de Bush padre resultó todavía más inquietante y espinosa al utilizar el gran tabú americano de las tensiones raciales. Los republicanos se centraron en un plan para otorgar permisos carcelarios en Massachusetts iniciado durante la etapa de Dukakis como gobernador. Al disfrutar de su correspondiente salida temporal de prisión, un violento preso de raza negra llamado William Horton violó a una mujer de Maryland y apuñaló a su prometido.
Peores instintos
Este suceso sirvió de “inspiración” para un par de cuestionables anuncios televisivos. Las connotaciones de esos reprobables anuncios de ataque son criticadas incluso hasta hoy en día por haber apelado de forma tóxica a los peores instintos del electorado. En uno de ellos se mostraba a una fila de presos saliendo de la cárcel a través de una puerta giratoria sin ningún respeto o consideración a los derechos de sus víctimas. En otro, se mostraba la fotografía policial de “Willie” Horton, enfatizando el mensaje de que Dukakis como gobernador de Massachusetts no era un líder fiable en lo que Richard Nixon había acuñado más de una década antes como ley y orden.
A pesar de que estos anuncios fueron considerados como un golpe bajo de negatividad y manipulación, la respuesta de la campaña de Michael Dukakis no fue todo lo convincente que necesitaba para superar su retroceso en las encuestas. En lugar de defender su gestión como gobernador y su candidatura a presidente, Dukakis se limitó a denunciar las tácticas de George H.W. Bush y no aprovechó para defender sus propias ideas para el gobierno de Estados Unidos.
Su limitada respuesta se basó en una serie alternativa de anuncios titulada The Packaging of George Bush. En esos anuncios se presentaba al vicepresidente Bush como un artificial invento de sus asesores dentro de una campaña basada exclusivamente en descalificaciones.
Con todo, la gran lección política de Donald Trump es que se puede ser presidente sin necesidad de construir una amplia coalición de votantes y sin pasar por el peaje de la diversidad que define a Estados Unidos. Por eso, esta semana Trump ha llevado su divisivo show hasta Wisconsin, Estado que ganó en 2016 por un margen de siete décimas sobre Hillary Clinton. Sabe muy bien que para ser astronauta honorario no hace falta llegar hasta la Luna.
Pedro Rodríguez, Profesor de Relaciones Internacionales. Experto en la comunicación política de la Casa Blanca, Universidad Pontificia Comillas
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.