EDITORIAL
Calidad debe primar en el transporte público
Las primeras escenas de un futuro muy poco halagüeño se observaron el fin de semana último en líneas de autobuses extraurbanos que no solo incrementaron tarifas, sino que además llenaron las unidades con total desacato de las recomendaciones sanitarias de aforo y distanciamiento, lo cual evidencia que la vida de los pasajeros vale muy poco para los propietarios o incluso para pilotos y ayudantes que se quedan con los vueltos o pasajes excedentes.
En el ámbito urbano tampoco existen mejores perspectivas, puesto que a lo largo de los meses de confinamiento no hubo una sola iniciativa, propuesta o plan de los autobuseros ni de las autoridades respecto de alternativas para transformar el modelo de servicio para hacerlo eficiente, seguro, confiable e incluso redituable. Con la reactivación, solo encendieron su cuenta atrás para volver a las mismas condiciones previas, pero exigiendo, eso sí, un subsidio o un aumento de tarifas para compensar la reducción en el número recomendado de pasajeros.
El transporte colectivo es una actividad que mueve ingentes recursos a diario debido a la necesidad de toda población de movilizarse, ya sea por no tener o por no querer utilizar vehículo propio. La cantidad de taxis rotativos legales e ilegales, así como de mototaxis, es la mejor evidencia de los millones de quetzales que se mueven sin control fiscal o el cobro de una tasa mínima de operación. Allí radica una primera gran anomalía de la cual también forman parte los microbuses y los buses que no dan boletos, cuyos pilotos entregan una cuota preestablecida a los propietarios y estos, a su vez, reportan lo que les conviene a las autoridades tributarias, pero aun así reclaman subsidio.
En varios países, la prolongada suspensión de la movilización urbana se aprovechó para propiciar una discusión sobre alternativas funcionales, implementación de innovaciones -como el uso de la bicicleta- y replanteamiento de las condiciones para los oferentes de servicio de transporte. La misma Organización de Naciones Unidas reiteró desde mayo último un llamado a cambiar la industria del transporte para hacerla más respetuosa con el medioambiente, sobre todo en lo referente a reducir las emisiones de dióxido de carbono.
Los beneficios de perseguir un objetivo de este tipo no se limitan a lo ecológico, sino también impactan en una mejor calidad de vida, eficiencia productiva e incluso mayor competitividad. Por eso mismo, no se trata de un asunto que pueda ser resuelto solo mediante arreglos entre políticos de turno y transportistas, pues este contubernio solo ha conllevado sinsabores y fiascos debido a que tienen costos ocultos y adolecen de falta de continuidad. Una muestra perfecta de esta disfuncionalidad es el actual estado del sistema Transmetro, con paradas destruidas, sin seguridad y cientos de unidades varadas por falta de equipo electrónico de ingreso.
Es de hacer notar que prácticamente en todo el mundo los servicios de transporte están subsidiados o administrados por el Estado bajo diversos modelos de funcionamiento, sujetos a cuentadancia, mantenimiento y estándares de calidad. Por ello es absurda la pretensión de grupos de propietarios de mantener en circulación unidades con más de 25 años de servicio, con láminas colgantes, vidrios rotos y asientos de tabla que son sencillamente inadmisibles debido a que por tales chatarras en circulación reclaman una subvención pagada por los contribuyentes.