Las posibilidades de ver un pasado no tan lejano en la creación artística de nuestro contexto se le debe, en parte, a la curadora Rosina Cazali, quien desde la década de 1990 ha articulado espacios donde varias de las voces más notorias del arte contemporáneo nacional han podido manifestarse.
Proyectos como el festival Octubre Azul, gestado en el 2000, es una prueba del ímpetu rastreador y experimental de Cazali. El evento celebrado hace veinte años marcó un precedente en la historia artística de Guatemala, al presentar una serie de actividades en espacios públicos donde el arte enfrentaba a la población y, en especial, registraba una época.
Después de una carrera confeccionada en bienales locales e internacionales, centros culturales y demás espacios artísticos, Cazali aborda las nociones de la curaduría y las repercusiones que ha tenido el contexto social en esta práctica.
¿Cómo define la curaduría?
Es una práctica profesional que está al servicio de las instituciones artísticas, especialmente las dedicadas a las artes visuales, pero también a galerías de arte y espacios independientes.
El curador es quien se hace responsable de articular una serie de ideas y de seleccionar obras para que puedan apoyar esta especie de premisas que se lanzan para entender, ya sea un contexto o un grupo de obras que están destinadas a ser exhibidas.
En su trabajo persiste la preocupación por mostrar el contexto guatemalteco desde el hacer artístico. ¿En qué momento sociopolítico se percata de la necesidad de convertirse en curadora?
Inicié la curaduría estrictamente en los años noventa. Al principio fue entender la vocación a través de cosas muy intuitivas, porque en esa época no había instituciones que formaran como tal, solo algunas que se dedicaban a la formación de museólogos o museógrafos, pero afuera de Guatemala.
Acá nos formábamos con lecturas y entre colegas.
El momento sociopolítico que estábamos atravesando en Guatemala era pocos años antes de la Firma de la Paz. De manera muy concreta, empecé por mi contacto con Olivier Debroise, a quien se reconoce como uno de los fundadores de la curaduría latinoamericana.
¿Cómo influenció ese contexto a la gestión del proyecto Octubre Azul?
En ese momento de la formación curatorial fue más bien en relación con un grupo de artistas que venían del colectivo Imaginaria, así como con una primera generación de fotógrafas como Irene Torrebiarte. Artistas como Diana de Solares, María Dolores Castellanos y, eventualmente, un vínculo con personajes como Aníbal López. Esto fue a principios de los noventa.
Esa relación con los artistas que figuraron en Octubre Azul en el año 2000 surgió por el interés que causó la revolución de los primeros festivales del Centro Histórico, que nacieron a finales de la década de 1990. Ver esas nuevas formas de arte fue fabuloso; abría la mente a que estaban sucediendo cosas importantes.
Entre esos momentos estuvo la experiencia de participar en un proyecto que se llamó Coloquia, donde varias personas estábamos involucradas en el aprendizaje y formación de nuevas maneras de exponer el arte, verlo y entenderlo. Ahí se cimenta lo que actualmente hemos estado tratando de exponer dentro de ese marco que es el arte contemporáneo y específicamente, desde Guatemala.
¿Cuán importantes son los trasfondos y aconteceres sociales en las obras para que se consideren potentes o valiosos?
Es importantísimo; no se puede desligar una cosa de la otra. Los contextos y las ideas son centrales en la producción de una obra. Esto se ha dicho mucho, pero es importante repetirlo.
Durante los noventa, dentro del contexto de Guatemala, se estaban atravesando épocas complejísimas. En 1996, a pesar de que se estaba firmando la paz, el país atravesaba dificultades enormes; aún existía un marco de violencia.
Obras como las de Luis González Palma o las de Isabel Ruiz en Guatemala hablaban de lo que estaba sucediendo en esos momentos. No se pueden divorciar esas ideas y preocupaciones que fueron centrales.
¿En qué momento empezó a ser prudente hablar de un arte contemporáneo en el país?
Creo que se debe hacer la distinción de cómo ha cambiado la manera de nombrar la historia, o de cómo configurarla. Actualmente, esta idea o especie de noción estricta de un orden cronológico puede ser muy variable.
La historia podemos contarla de adelante hacia atrás y viceversa. A veces te encuentras con autores de principios de siglo tan contemporáneos como los que están trabajando hoy: en su manera de decir las cosas, de expresarse, de desarrollar imágenes. Esta idea de lo contemporáneo se puede asociar a diferentes momentos.
A mí me ha resultado muy adecuado empezar a hablar de arte contemporáneo guatemalteco en la década de los ochenta, porque ese período está asociado a nuevas maneras de comprender el arte, que a su vez se asocian a la posmodernidad. Es una transición en el uso de materiales, de mensajes, de cómo abordar el arte y más adelante, en la adopción completa de expresiones artísticas que empiezan a utilizar el espacio público.
¿Cuál ha sido el lenguaje de la generación de artistas adscrita a esa temporalidad?
Para mí, depende de dos cosas importantes: el uso del espacio público —visto desde el accionismo como performance— donde se prescinde de la utilización estricta de salas de arte o espacios institucionales. La gente se vuelca a las calles.
También la idea del artista genio y formado en la academia va desapareciendo. Otro que considero relevante es la vinculación y comprensión del uso del cuerpo.
Diría que esos son los rasgos más notorios de ese cambio generacional entre los ochenta y noventa, y que se marca con los festivales del Centro Histórico y el festival Octubre Azul.
¿Debe ser una pieza artística un registro fidedigno del tiempo en que fue planteada?
Nunca es al cien por cien. Sí hay obras que registran los momentos, y por eso se establecen grandes emblemas de la época. Resulta que hay obras que son extraordinarias, que están en avanzada, que están mucho más adelante de su propia época. Esas son pocas y hasta pasados los años se les comprende.
Hay obras que definitivamente hablan de su época y es por eso que se vuelven emblemas inmediatamente.
¿Es mucho pedirle al arte que sea registro de una época?
No creo que deba tener una exigencia. Es algo que se debe dar de manera honesta. A veces vivimos épocas excepcionales, que el arte no las puede dejar pasar inadvertidas. El artista observa su época y es tan excepcional que necesita hablar de eso, y establecer un registro. El artista no va a salir de la academia con la premisa inicial de que será un registrador de la época. Primero es ser artista, luego viene lo demás.
En retrospectiva y desde su labor, ¿cómo sintetiza la producción artística del país en los últimos veinte años?
Es muchísimo. Estos últimos veinte años me dieron lugar de trabajo, una oportunidad para ver a fondo nuevos lenguajes que fueron promovidos por el espacio público, el interés hacia él, las micropolíticas y qué lugar podían ocupar estas ideas en el arte.
¿Cómo lo veo? Con ojos de fascinación siempre, de muchísimo respeto, de entusiasmo, de saber que no es uno quien va a tener la respuesta primaria. Son los artistas quienes están hablando y los que están dando información de cómo podemos dar a entender este contexto. Haciendo registros de sus preocupaciones particulares y sus reacciones ante esta sociedad tan compleja.