EDITORIAL
Irrisoria meta fiscal debe ser revisada
Ningún sector del país debería quedarse indiferente ante la pretensión gubernamental de obtener una recaudación fiscal de Q61 mil millones en el 2021, cifra sin precedentes y también sin fundamentos, pues al parecer solo sigue una proyección de crecimiento que no toma en cuenta la agónica circunstancia que afrontan tantas empresas y los ciudadanos a causa de los impactos de la pandemia, un fenómeno cuyos efectos serán prolongados, aun cuando la reactivación del país comience en un corto plazo.
El problema no es tener visión optimista o estar dispuestos a emprender proyectos de inversión pública que representen una fuente de empleo y un fortalecimiento de la infraestructura nacional. El problema es que se traza una cifra ajena, calculada vegetativamente, en la peor crisis de la década. Dicho número se usa para abrir una lista de deseos de todas las entidades del Estado a través del llamado Presupuesto Abierto, un ejercicio que nació como muestra de transparencia pero se convirtió en pretexto publicitario e incluso en una ventana al clientelismo. Es lógico que las peticiones superen por mucho las posibilidades económicas; el problema es que las asignaciones no siguen prioridades de beneficio común, sino quedan a merced de los intereses políticos, las agendas de allegados y hasta la devolución de favores electoreros, sobre todo en el Congreso.
Aunque la estimación fue presentada por el propio superintendente de Administración Tributaria, se basa en un escenario de crecimiento del 2% previsto por el Banguat antes de la pandemia. La misma banca central redujo la expectativa a una cifra negativa, a causa de la caída en la productividad, la pérdida de empleos y, por ende, de ingresos.
Para enfrentar esta previsible caída en los ingresos es necesario crear un escenario realista que no desemboque en más endeudamiento externo e interno. El presidente Giammattei debe buscar un paradigma distinto para la construcción del gasto gubernamental. Si quiere resultados diferentes debe tomar decisiones diferentes. Una de ellas podría ser denunciar los pactos colectivos lesivos para el Estado, como los firmados por su predecesor, que representan un desangramiento estéril para el erario. Así también puede continuar con la eliminación de gastos suntuarios, la supresión de plazas innecesarias y el reordenamiento público.
Por otra parte, el Congreso de la República, que será el encargado de discutir y aprobar la propuesta presupuestaria del 2021, debe comprimir sus gastos y reducir su nómina de asesores y plazas hasta un mínimo sostenible que no constituya un insulto para las familias que padecen la falta de programas contra la desnutrición, la parsimoniosa —si no es que inexistente— asistencia económica durante la pandemia, así como la ausencia de servicios de salud primaria en sus comunidades.
Si no se cambia el modelo deficitario que se arrastra desde hace tres décadas, el presupuesto del 2021 terminará con tal meta irreal de recaudación, la cual a su vez marcará el tamaño del nuevo endeudamiento que se adquirirá a costa de la vida, atraso y subdesarrollo de generaciones por venir. Algún sentido tendría si fuera para construir mejores hospitales, implementar proyectos productivos comunitarios o potenciar la tecnología educativa. Pero si esos millones servirán para que funcionarios y diputados se autopromocionen sonrientes con la inauguración de obras que no se hicieron con su dinero y que solo son su obligación, entonces se confirmará que este gobierno solo es otro más.