MIRADOR
El tiempo que a todos nos faltó
Quizá comenzamos demasiado pronto a encerrarnos y guardar “cuarentena”. Ahora, los días, las semanas y los meses pesan en el ánimo. Aquella ilusión de que pronto saldríamos airosos se ha tornado en marcada decepción que cada día preocupa más. Las clases virtuales no son un paréntesis en la enseñanza, sino la constante que ocupa nuestras jornadas, y las comidas rápidas han tomado un inusual protagonismo en muchos hogares, aunque el apetito no aparece y la disponibilidad económica cada vez es menor. La creatividad, aquella ilusión de inventar tal o cual cosa para pasar el tiempo, se ha agotado y hecho tan repetitiva que ya no mueve deseos personales ni de familia. En general, un cierto abandono nos enfunda diariamente, mientras el cuerpo apenas se mueve de un sillón que abraza la forma retorcida de nuestro ser relajado.
Se trataba de aguantar un mes o dos, o incluso tres, pero parece que hay que resistir por tiempo indefinido o poco previsible en el horizonte próximo, lo que representa un replanteamiento de casi todo. Ciertos conocidos se han contaminado, y el miedo se siente cercano. Por prudencia —o necesidad— algunos hemos decidido guardar una especie de luto pandémico y aislarnos del mundo lo suficiente para que nuestro entorno familiar no se sienta perjudicado siquiera emocionalmente. Han surgido expertos de coronavirus por doquier y no hay chat grupal en el que no te digan —incluso con autoridad— qué hacer, tomar, recetarse, beber a diario o poner en el café para enfrentar el covid-19. Por si fuera poco, algunos “ilustrados” niegan la pandemia, como si el mundo estuviera loco y ellos, sabiondos de a tres cuartos, poseyeran esa verdad que contradicen millones de contagiados y cientos de miles de muertos. Atrevidos y estúpidos que quieren llamar la atención, y tontos para siempre.
' Se trataba de aguantar un mes o dos, o incluso tres, pero parece que hay que resistir por tiempo indefinido
Pedro Trujillo
Me da mucha tristeza la “Promoción 2020” —la de mi hijo y sus amigos—, quienes, ilusionados, comenzaron el curso a las 5 am de un día de enero, yendo al colegio para proclamar ruidosamente que era su último año, sin saber que iban a cortarse abruptamente las celebraciones y el poder ir a la universidad para hacer su examen de ingreso, con la ilusión de pisar un recinto de educación superior por primera vez o planificar ese viaje de fin de curso que rompía el cordón umbilical de su primera adolescencia como estudiantes de colegio. También me apenan aquellos que se licenciaron este año y que esperan el momento oportuno para lanzar al aire los birretes y saltar a la vida profesional y adulta. No menos los estudiantes universitarios que dejaron de un día para otro las clases presenciales en las que se conocían y convivían, por otras virtuales que han ido cambiando formas, modos, detalles, esfuerzo y condiciones.
Todo converge para hacernos reflexionar sobre cómo las cosas se pierden de un día para otro, de un momento para el siguiente. Nada es eterno, excepto el cambio y lo imprevisto, y aquello que se visualizaba sobre una línea recta de pronto se torna un puzle de miles de piezas que no encajan. Amores consumidos, pasiones perdidas, ilusiones abandonadas, relaciones cortadas, cambios inimaginables, situaciones impredecibles, amigos muertos… ¡Cómo nos hemos ido adaptando!
En todo caso, simplificaremos la vida, y lo bueno —que siempre lo hay— es que volvemos a darle prioridad a valores y cosas sencillas que habían desaparecido de muchas escalas personales. Cada día, sin reconocerlo, soñamos con una “segunda oportunidad” para hacer aquello que quedó abruptamente pendiente ¡Qué simple puede ser todo, y qué tarde nos damos cuenta de que lo era!