EDITORIAL

Institucionalidad y ética son claves democráticas

A toda persona sirve el consejo de psicología básica que recomienda no tomar decisiones bajo estados de enojo o alteración de ánimo. Dicho criterio de prudencia aplica aún más a funcionarios cuyas decisiones entrañan un impacto público directo sobre las vidas de toda una población. En todo caso, nadie es infalible, por más buenas intenciones que posea, pregone o crea tener, y aquí es donde la institucionalidad funciona como un marco regulatorio. Otro dicho popular reza que de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno y la historia de Latinoamérica está repleta de individuos que proclamaron finalidades nobles para sus actos, pero cuyas acciones en contra de la institucionalidad devinieron en despotismos a causa de la intolerancia, la distorsión del poder estatal y el acicateo de la polarización.

Resulta desafortunada la crisis causada por la confrontación entre el Ejecutivo y el Legislativo salvadoreños, una nación vecina, una comunidad hermana que hace apenas unos días estrechaba sus lazos mediante la suscripción de un acuerdo de cielos abiertos y la posibilidad de mayores acercamientos entre Estados, una finalidad que coincide perfectamente con los ideales de una Centroamérica unida, a poco más de un año de festejarse el bicentenario de la emancipación política de España.

Tristemente, las lecciones que ha dejado la historia parecen no haber sido aprendidas en lo referente al respeto a la institucionalidad democrática, que ha costado tanto trabajo y que constituye el eslabón de continuidad que permite la evolución legítima de los Estados. El presidente salvadoreño, Nayib Bukele, decidió sitiar la Asamblea de su país a fin de presionar por la aprobación de un crédito destinado a la capacitación de la fuerza pública.

Si bien la finalidad de tal acción puede tener una lógica utilitaria aparente, esto no le faculta para una agresión de poderes. Tampoco disculpa la oposición ciega sostenida por diputados de partidos probadamente caducos como la Alianza Republicana Nacionalista (Arena) y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Su repentina coincidencia despierta tácitas sospechas de un pacto para entorpecer la agenda de Bukele.

Otro refrán expresa: El hombre sensato aprende de sus errores, pero el sabio aprende de los errores de los demás, y esto viene a colación en el inicio de un nuevo gobierno guatemalteco. El Ejecutivo traza acciones y estrategias para priorizar el combate de la desnutrición, la violencia delictiva, el desempleo y la corrupción. Ello requiere la actualización o creación de leyes, una tarea que compete a un Congreso variopinto, fragmentado y sujeto a la división de la bancada mayoritaria. Este legislativo está enfrascado ahora en la discusión estéril sobre si se deben o no pagar los almuerzos de los diputados. Estéril, decimos, porque la obvia respuesta es que cada representante debe sufragar sus gastos de manutención como cualquier trabajador, por respeto, por dignidad y por vergüenza.

Pero si una discusión tan obvia ocasiona tanto barullo, ¿qué podrá esperarse cuando se debatan reformas al sistema de justicia, cambios a la Ley Electoral, un marco para la inversión público-privada o una normativa de servicio civil libre de injerencias politiqueras? La institucionalidad debe prevalecer y las acciones con visión de Nación deben consolidarse, pero ello requiere responsabilidad personal, madurez política y, sobre todo, integridad ética, para no esgrimir argumentos legalistas en defensa de agendas regresivas y para no intentar justificar caudillismos que condujeron a verdaderos infiernos como el que vive el pueblo de Venezuela.

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