EDITORIAL
Libre expresión
A 19 meses de haber asumido la presidencia, todavía resulta difícil asimilar que un megaempresario convertido en gobernante de la nación más poderosa de la tierra haya llegado a ser el mayor atacante de los medios de comunicación, y sobre todo de los escritos, que en Estados Unidos gozan de mucha credibilidad y han sido fundamentales en la fiscalización del poder político.
Donald Trump es el responsable de que esta semana más de 300 diarios estadounidenses hayan unido su voz en contra de sus abusos y su intolerancia, y en defensa de la libertad de expresión, uno de los más preciados derechos de cualquier democracia. Al unísono expusieron en sus editoriales su rechazo a ser calificados como enemigos, como el mandatario los califica cada vez que la información que publican no es de su agrado.
Ciertamente, los periodistas no son el enemigo, como buscaron dejarle claro los medios estadounidenses al presidente Trump, y esto aplica no solo en ese país, donde otras voces llevaron a extremos inimaginables la manipulación de información y por esto el presidente enfrenta una investigación, porque intereses rusos se habrían coludido con funcionarios y particulares para interferir en las elecciones de 2016.
El derecho a la libre expresión es algo que beneficia a cualquier ciudadano, y tanto en Estados Unidos como en países como el nuestro su uso se hace extensivo a cualquier sector, aunque también aquí se cometen constantes abusos en su nombre. Ocurre que políticos bisoños pretenden, como Trump, calificar la información como noticias falsas, como si el resto de la población careciera de criterio para evaluar la contundente realidad.
Suele ocurrir que la prensa se vuelve incómoda para regímenes totalitarios e irrespetuosos de elementales derechos y por ello se convierten en las principales víctimas de toda satrapía, como ocurre en Venezuela, Nicaragua o Cuba, donde esos derechos no existen, ni prensa independiente, salvo contadas excepciones, y ocurre por el continuado abuso de los gobernantes, cuya escasa preparación y peor asesoría los conduce por intrincados laberintos.
Invariablemente, los políticos ven de una manera a los medios de comunicación cuando están inmersos en sus campañas políticas y en muchos casos incluso se suman a la visión prevaleciente sobre los gobernantes de turno, pero muy pronto su percepción cambia cuando son ellos los que deben rendir cuentas a la población o les parece que la fiscalización pueda tener móviles políticos o ideológicos, lo cual en Guatemala ha sido una práctica reiterativa con los últimos gobiernos.
Así como ahora ocurre en Estados Unidos, donde la intolerancia de un mandatario ha motivado uno de los más inusitados capítulos de esa democracia, también ha tenido sus réplicas en países como Guatemala, donde la hostilidad hacia la prensa se ha acentuado con los últimos dos gobernantes, incapaces de asumir un espíritu autocrítico y de pretender atribuirle a la prensa independiente la responsabilidad en la precaria e incierta conducción de la administración.