SIN FRONTERAS
Pepián, donde sea
Imelda rebosa en su delantal. No lo digo yo; lo dice ella sonriendo con su pícara mirada. Nació bajo el sol, en algún lugar del sofocante horno retalteco. Pero asegura que no pone pie en Guatemala desde que era una infante. Y a ese pesar, en sus cocinas lejanas sirve el pepián más bizarro que uno podría imaginar: el que se come lejos de esta tierra natal. Su restaurante se llama El Quetzal, como casi todos los comercios que nuestros paisanos abren en tierra estadounidense. El suyo, en un pequeño comercial, en las afueras de Atlanta. Típico; uno de esos donde se estacionan los carros frente a las vitrinas alineadas. La boutique de tatuajes, el restaurante vietnamita y, en medio de todo, con tipografía albiceleste, su comedor chapín. Realmente es una vista maravillosa. Puesta en práctica, la ensalada de culturas de las que un día se jactó esa grande nación.
¿Conoce usted a alguien que ordena siempre el mismo plato cada vez que va a un restaurante? Pues confieso ser uno de esos tipos fastidiosos. Si voy al churrasco, pido siempre puyazo. “Entraña hoy, para variar?” “No, gracias. Puyazo”. E igual es en el italiano; para mí, por favor el incansable boloñés. Y cuando de platos guatemaltecos se trata, raramente escojo algo diferente al pepián. La verdad, lo hago esperando encontrar una versión que se parezca a aquella delicia que servía la abuela en casa. En la comida tradicional de los países, he visto cómo independientemente de la calidad del plato, el comensal ordena buscando revivir los sabores y olores pasados. Por ejemplo, el pepián que menciono de la abuela, de dos carnes, servido en plato profundo. Una blanca carne de cerdo, y el res, oscuro e hilachoso; ambos hundidos en un bálsamo de pepitoria marrón. Tiemblan las papilas al recordar en esa espesura las papas, zanahorias y el verde culantro, que hacían explotar adentro la frescura de nuestro campo montañoso.
Pocos países hay como EE. UU. que den tanta oportunidad de probar comida internacional en manos de sus migrantes. Y, como sucedió hace tiempo con otras —como la cantonesa e italiana—, nuevas formas se han adaptado al gusto local comercial estadounidense. Los restaurantes guatemaltecos no escapan a esta tendencia, en los cientos de locales esparcidos en no menos de cuarenta estados de la cincuentenaria unión. Florida, Oklahoma, Virginia u Oregón. Donde sea. Verán que para el pepián la tendencia que se ha generalizado es prepararlo con un cuadril de pollo, previamente rostizado. Sí, rostizado. Y lo acompañan de una ensalada de lechuga y tomate, que sinceramente no encuentro acorde al resto del plato.
Pero es maravilloso ver internacionalizada la cultura culinaria guatemalteca. Y asombra estar sentado ahí, y ver familias de otras nacionalidades entrando a conocer los tesoros que algún día nos fueron exclusivos. Los comedores chapines en EE. UU. ya no abastecen solo a la comunidad guatemalteca. En cambio, son ahora auténticos embajadores de nuestra cocina. Y para ello vibra una creciente industria de exportación de todos los ingredientes necesarios. Pepitoria, todas las hojas posibles y, sinceramente, más chiles de los que puedo enumerar.
Pepián. Cuánta familia en Guatemala tiene un lugar predilecto para esta delicia del altiplano. San Felipe, Tecpán, o La Antigua. Por mi parte, sigo siendo su fiel seguidor, no importa el lugar a donde vaya. Ya he confesado que lo pido en todas partes, y por tanto tengo experiencia para una evaluación comparativa. Regresando a Atlanta, quizá al de Imelda le falte un cierto algo, para que iguale el que recuerdo de la querida abuela. Pero es, sin duda, uno especial; pues permite admirar la fusión de culturas; que Guatemala trasciende sus fronteras; y que siempre podrá encontrarse, no importa dónde sea, un tesoro culinario que nos regrese a casa.
@pepsol