MIRADOR
Emplasto en el alto mando
Un juez solicitó al Ministerio de la Defensa que le hiciera llegar una orden de comparecencia al general Melgar Padilla. Algunos consideran que la Policía debería haberlo arrestado en la base militar —tenía orden de aprehensión—; sin embargo, al ser la máxima autoridad y por tanto a quien había que solicitarle permiso para ingresar a las instalaciones, ya suponía un hándicap —además de otros riesgos—, lo que, a mi entender, torna la decisión adoptada por el juzgador como la más sensata.
El ministro del ramo manifestó en diversas comparecencias que cursó la orden el viernes por la tarde, cuando el general ya se había retirado y que presumiblemente el martes a mediodía cuando regresara —¡en el Ejército la semana tiene cinco días y medio!— tomaría la decisión más oportuna, puesto que es al acusado a quien corresponde resolver. Intentó hablar con el general pero no le respondió, agregó. El militar no se incorporó y presentó un amparo porque dijo ser juez militar y contar con antejuicio. El miércoles apareció y casualmente su orden de captura fue suspendida por la jueza Domínguez. Días después difundía un video cuestionando a instituciones del Estado.
El ministro no puede “obligar” al general a que se presente al juzgado porque la responsabilidad penal es individual, pero lo puede cesar de su cargo por razones suficientemente justificadas. Una, por desobedecer y menoscabar el honor de la institución con su conducta; otra, por “desaparecer” durante cuatro días (apareció al quinto), algo insólito en un jefe de unidad militar que debe estar localizado y presto 24/7 para emergencias, valor primordial de la institución; la tercera por emitir declaraciones públicas. Esas situaciones fueron ignoradas por el ministro y su omisión es censurable. Debería saber que la inacción es incompatible con el ejercicio del mando y el general, conocer que las órdenes no se comentan ni se discuten, sino que se cumplen. Ese jueguecito al “teléfono descompuesto” no es aceptable ni admisible en una institución jerarquizada como la militar, brazo armado del Estado.
Ese punto de ineptitud y/o complicidad hubiese requerido la actuación superior: la del presidente, a la sazón comandante supremo del Ejército. Él nombró al ministro ineficiente y ascendió al general que abandonó su puesto, responsables de dejar en evidencia a la institución y a muchos veteranos que sufren pasivamente ese descrédito en el que se cuestiona el honor, la lealtad, la disciplina y la subordinación. El ministro no ha ejercido el liderazgo esperado y el presidente tampoco, ya que debería haberlo cesado al tiempo que al otro. Vergonzoso que esto ocurra cuando se pretende otorgar mayores poderes al Ejército en materia de inteligencia y se hace un llamado a las armas por energúmenos y sicópatas, además de la detención de un coronel en un operativo antidrogas, la captura de otro teniente coronel —guardaespaldas de un narcotraficante extraditado— y los Q50 mil mensuales que recibía el presidente como bono extraordinario.
No se aborda el tema de los delitos que le endilgan al general relacionados con el asesinato de su padre y el robo de propiedades. Enfocar exclusivamente el tema desde el punto de vista militar es suficiente para poner en evidencia el cúmulo de marrullerías. Una oportunidad perdida para recuperar el demérito que padece la institución armada y que afecta el prestigio y honor de quienes sirvieron en sus filas sin servirse de ella y dejaron su vida, sus ilusiones, su nobleza. Y es que al unir política con milicia, esta deja de ser esa religión de hombres honrados que preconizó Calderón de la Barca.
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