TIEMPO Y DESTINO

Diez años de investigación internacional en Guatemala

Luis Morales Chúa

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Cuando el martes el abogado colombiano Iván Velásquez ingresó al salón del Ministerio Público donde rendiría el informe anual del trabajo de  la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, todos los asistentes se pusieron de pie y aplaudieron y aplaudieron y aplaudieron,  como expresión  de solidaridad con el investigador y de gratitud por lo que él y sus colaboradores hacen por  Guatemala.

Y, ¿qué hacen? Pues, investigan y ponen al descubierto algunas de las más graves ilegalidades que enferman desde hace muchos años el debilitado cuerpo de la Nación.

Esas investigaciones han permitido evidenciar en toda su trágica realidad el hecho de que Guatemala ha padecido bajo el poder de la delincuencia, enquistada en casi todas las instituciones públicas, las peores de todas las enfermedades: la corrupción y la impunidad.

La corrupción no es solo la suscripción de contratos administrativos que reportan comisiones para funcionarios, ni convertir las oficinas públicas en lugares de negocios con la complicidad de sujetos particulares, sino también es dejar de investigar el fenómeno criminal en su totalidad y en sus detalles.

La Cicig ha irrumpido en el mundo de la delincuencia oficialmente protegida, fomentada y aprovechada por funcionarios individuales o en grupo hasta convertirla en una forma de ser del Estado. Y en su trabajo ha pisado muchos y grandes callos.

El tufo, sin embargo, viene de lejos como el escándalo de las corcholatas en el Gobierno de Ydígoras Fuentes (1958-1963) durante el cual se registraron varios hechos de corrupción. Ydígoras, recordemos, fue el primer presidente contra el que se interpuso, sin éxito, un antejuicio. Los diputados oficialistas lo desestimaron casi sin discutirlo.

Conocida la situación dentro y fuera de las fronteras de cada Estado, la ONU promovió una convención contra la corrupción, firmada y ratificada por Guatemala hace 14 años y con ello admitió que la corrupción es una plaga de consecuencias corrosivas para la sociedad; que socava la democracia y el Estado de Derecho, da pie a violaciones de los derechos humanos, distorsiona los mercados, menoscaba la calidad de vida y permite el florecimiento de la delincuencia organizada, el terrorismo y otras amenazas a la seguridad humana. Fenómeno que se da en países grandes y pequeños, ricos y pobres, pero cuyos efectos son especialmente devastadores en el mundo en desarrollo. La corrupción —añade el texto de la Convención— afecta infinitamente más a los pobres porque desvía fondos destinados al desarrollo, socava la capacidad de los gobiernos de ofrecer servicios básicos, alimenta la desigualdad y la injusticia y desalienta la inversión y las ayudas extranjeras; es un factor clave del bajo rendimiento y obstáculo importante para el alivio de la pobreza.

La Cicig vino a este país —necesario es repetirlo— por solicitud del Gobierno de Guatemala para que le ayude “en la investigación de las actividades de los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad, que cometen actos ilegales y afectan el gozo y ejercicio de los derechos fundamentales de la población y tienen enlaces directos e indirectos con agentes del Estado y la capacidad de bloquear acciones judiciales concernientes a sus actividades ilegales”.

Tal investigación es un asunto vital, concerniente a funcionarios y otras personas que ocupan posiciones de autoridad en instituciones públicas y, en general, a la sociedad que es la directamente beneficiada por los aciertos logrados en la lucha contra la corrupción.

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