EDITORIAL
La historia reclama evolución de partidos
En octubre del 2003, apenas siete años después del fin del conflicto armado interno y en los albores del nuevo siglo, se lanzó con grandes expectativas la Agenda Nacional Compartida, una hoja de ruta consensuada por 24 partidos políticos, fruto de diálogos, compromisos y acuerdos entre los secretarios generales de dichas organizaciones. “Nos proponemos, con la formulación de esta agenda, dar el primer paso en un proceso político inconcluso: el de construir colectivamente, como instituciones de derecho público, representantes de los intereses de la sociedad y como instituciones del Estado, un proyecto de nación consensuado que sirva de cimiento a la construcción de una nación para todos”, decía la introducción del informe.
Mejoras en salud, educación, acceso a la justicia, representación política equitativa y propiciar la inversión figuraban dentro de los amplios capítulos desarrollados mediante declaraciones creíbles de buenas intenciones y metas comunes. El compromiso de fondo era que, cualquiera que fuera el partido ganador de la elección presidencial y la distribución del Congreso, la agenda de Estado era una tarea compartida, como lo señalaba su nombre.
Quince años han pasado. Cuatro gobiernos electos se han sucedido. La gran mayoría de partidos signatarios de aquel acuerdo ya no existen, se escindieron o transmutaron en otros o están a punto de desaparecer a causa de delitos electorales, nulo caudal electoral o insuficientes adeptos. Pero las grandes prioridades de hace 15 años no solo persisten sino que se encuentran varadas en limbos operativos, trampas y remolinos burocráticos acarreados por la inoperancia política desde ejecutivos y legislaturas.
La continuidad de modelos caciquistas, la verticalidad de las decisiones partidarias, la falta de representación equitativa, deficiente formación de cuadros y selección de candidatos al mejor postor figuran dentro de los pecados capitales del actual sistema político. A menudo se habla de urgentes reformas al sector justicia, de la transformación del marco legal para potenciar la productividad, posibilitar alianzas público-privadas y hacer eficiente la ejecución de recursos públicos, pero muy poco se discute aún acerca de la evolución del sistema político.
Pequeños caciques deambulan con la misma mentalidad dicotómica de hace seis décadas. Viven anclados a patrones rebasados y prácticas partidarias rezagadas respecto de la evolución de los desafíos de un mundo cada vez más diversificado, competitivo, interconectado y participativo. El sistema político guatemalteco debe tener una profunda reinvención que lo lleve a recuperar su finalidad ontológica de servicio a la sociedad. Debe pasar de las burdas carretas electoreras a constituir auténticas plataformas de participación ciudadana, enfocadas en la discusión seria, vinculante y operativa de los desafíos nacionales. Es crítico el papel de los 110 nuevos diputados que llegan al Congreso, en donde deberán tomar distancia de las viejas prácticas y pactos obtusos.
Los nuevos representantes de la ciudadanía deben estar conscientes de que el poder depositado en ellos no es un cheque en blanco para los abusos, dispendios y despropósitos sectarios. Se necesita de verdaderos mediadores entre la población y el Estado, con visión integradora y no disociativa; legisladores que no se olviden de sus electores, dispuestos a generar consensos constructivos, y no fatuos histrionismos.