PERSISTENCIA
Objeto por excelencia: el dinero
El oro, representado por el dinero, ha sido siempre el objeto por excelencia al cual aspira el ser humano. Desde antes de Cristo. Ya Píndaro, en su Olímpica primera, alaba la belleza del oro: “El agua es preciosa sobre todas las cosas; el oro brilla en la noche como una llama ardiente, más rutilante que cualquier otro objeto precioso…”. Y él mismo era rico. Había obtenido esa riqueza con su poesía, pagada a alto precio. Amaba la poesía, pero amaba también el dinero, por lo que se le dice que era un “filokrematos”; y, en esa época, no era pecaminoso revelar semejante inclinación amorosa, inherente a la naturaleza humana, que busca en forma inexorable “el principio del placer”. Pues el dinero nos ayuda, en inmensa medida, a saciar nuestros impotentes apetitos y deseos; nos ayuda a obtener el placer, necesario y vital. Y pareciera que este objeto es capaz de comprarlo todo, que se convirtiera en parte de nuestra personalidad, que fuera nosotros mismos. El poder de nuestro dinero nos hace grandes. Los parabienes del dinero pueden constituirse en nuestras propias facultades, tal y como lo expresa Mefistófeles: “…Si puedo comprar seis yeguas, ¿sus fuerzas son mías? Me hago llevar por ellas y soy un verdadero hombre, como si tuviera veinticuatro piernas…”
Shakespeare, en Timón de Atenas, llama al dinero “fango condenado, prostituta común de todo el género humano, que siembre disensión entre la multitud de las naciones…”, ya que es capaz de volver “lo blanco, negro; lo feo, hermoso; lo falso, verdadero; lo bajo, noble; lo viejo, joven; lo cobarde, valiente…” y de “…hacer adorar la lepra blanca, dar plazas a los ladrones y hacerles sentarse entre los senadores, con títulos, genuflexiones y alabanzas…”
El dinero es la “prostituta común de todo el género humano”, pues no existe hombre o mujer que no lo ansíe desde siempre, aun aquellos que dicen renegar de él; entre más lo niegan, más lo añoran, y se tornan santos o demonios. Porque, ¿quién no lleva dentro de sí el hambre de poder, la infernal ambición, la oculta lujuria, la ira, la gula, la infame pereza? Y a todo ello se puede llegar a través del dinero, otorgándonos el placer añorado y calmando nuestros implacables instintos reprimidos.
Los economistas marxistas han rechazado o temido el hechizo abrumador que posee el dinero en la mente de los individuos, cuyo mundo instintivo desconocen o niegan. Lo mismo que los cristianos, que reconociéndolo en gran parte como “mundo del pecado” se limitan a atacarlo. Vemos, pues, que ambos, marxistas y cristianos, reniegan, cada uno a su manera, de la nefasta omnipotencia del objeto por excelencia, el dinero, y desean alcanzar un mundo mejor en donde “la prostituta común de todo el género humano” desaparezca por completo, o no llegue a manos personales. Un mundo idílico en el que se haga realidad la máxima cristiana “amaos los unos a los otros”, y se conviva, por fin, en forma pacífica y paradisíaca, liberado el humano, por la eliminación de la propiedad privada o por la fe, de su lado instintivo perverso. Pero no es a través de semejantes procedimientos que se llega a dominar lo reprimido avasallador. No es negando la naturaleza inconsciente del hombre que se arriba a un mundo perfecto. Esta negación significa castración. Esto es, reconocer solo el lado racional, consciente, instintivo, es desconocer la personalidad humana. Así, los marxistas piensan que logrando, por fin, dominar las fuerzas históricas nefastas que hacen que el hombre explote al hombre desaparece, “ipso facto”, entre otros, el instinto de destrucción, que según ellos no es algo inherente al hombre, sino algo adquirido a través de una sociedad corrupta.