PUNTO DE ENCUENTRO

Las Gaviotas: el círculo perverso

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Las imágenes de los jóvenes trepados en los techos, los gritos de los familiares que pedían saber quiénes eran los fallecidos, los policías antimotines que hicieron un cordón de seguridad y más tarde lanzaron gases, los botellazos que impactaron en escudos y cascos, las ambulancias que trasladaron a quienes cayeron de un techo que cedió, dos policías que pasaban encima de una fila de internos que permanecían boca abajo —después de que se “retomó el control”— y un pedazo de papel en el que se leían algunas de las demandas ocuparon las portadas de los diarios y acapararon las redes sociales.

Lo que vimos en las afueras del Centro Juvenil de Detención Provisional (Cejudep), que conocemos como “Las Gaviotas”, fueron jóvenes enfurecidos —con tatuajes e improvisados pasamontañas— que desafiaban a la autoridad. Y a partir de esos rostros duros y violentos, una retahíla de mensajes pidiendo venganza y pena de muerte.

Pero detrás de esos mensajes y esas imágenes, que retratan a una sociedad enferma y violenta, se esconden otras que nos hablan de un Estado y una sociedad que ha decidido ver para otro lado y que ha dejado a sus niñas y niños en el abandono permanente. ¿O acaso estos jóvenes que han cometido delitos muy graves no fueron alguna vez pequeños niños abandonados, golpeados, violentados y marginados, a quienes se les negó el derecho a comer o a estudiar?

Y no quiero decir con esto que no se les juzgue y se les imponga una pena por los delitos cometidos, lo que quiero decir es que la marginación, la exclusión y los entornos de violencia —familiares, comunitarios, sociales— generan un círculo perverso que termina por convertir a niños y jóvenes en víctimas y victimarios, y de ahí en adelante el camino se hace cuesta arriba. ¿No sería más sensato poner el máximo esfuerzo para evitar —es decir prevenir— que cientos de nuestros niños y jóvenes se incorporen a las estructuras del crimen?

No hay que inventar el agua azucarada, las estrategias están ahí: la doble jornada en las escuelas públicas, el acceso a espacios de recreación y deporte, las alternativas laborales que sustituyan las únicas dos posibilidades que hoy tiene la mayoría de jóvenes en el país: la migración o las maras.

Porque si la represión es la única respuesta, por cada cien patojos que se encarcelen habrá 200 que tomen su lugar y seguiremos en este círculo vicioso que lo único que genera es una espiral de violencia incontrolable. Y si no, veamos los resultados después de más de 50 años de aplicar “mano dura”, entendida como limpieza social o tortura carcelaria.

Nadie dice que los centros de detención para jóvenes tienen que ser hoteles cinco estrellas —como se ha querido caricaturizar—, pero tampoco pueden ser lugares donde lo que prive es el hacinamiento, la violencia sexual y física, la comida engusanada, el martirio como método de castigo y la falta de criterio para su ubicación. Así, no hay resocialización ni reeducación posible.

El reportaje del periodista Ronald Mendoza Guatemala: el mal de las gaviotas publicado en 2015, advertía lo que en aquel entonces era una bomba de tiempo. Y a juzgar por lo que escribió Claudia Méndez Villaseñor, el domingo, en elPeriódico, la situación sigue de mal en peor.

Ni bajar la edad de inimputabilidad, ni refundir a la gente en cárceles que no cumplen con su objetivo primordial de reinserción, ni sacarnos la rabia en las redes sociales sugiriendo acabar la violencia con más violencia, nos dará resultados distintos.

El problema no se termina entre las paredes de los reclusorios, y esto es cada vez más evidente.

ESCRITO POR:

Marielos Monzón

Periodista y comunicadora social. Conductora de radio y televisión. Coordinadora general de los Ciclos de Actualización para Periodistas (CAP). Fundadora de la Red Centroamericana de Periodistas e integrante del colectivo No Nos Callarán.

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