LIBERAL SIN NEO
El fantasma de la reforma agraria
La versión políticamente correcta de la historia de Guatemala se divide en cuatro etapas o períodos, dos claros o buenos y dos oscuros o malos. En la primera etapa, antes de la Conquista, todo sería paz y amor entre las naciones ancestrales de Guatemala, con tierra para todos, igualdad, libertad, fraternidad y justicia. Prevalecía el amor y cuidado de la madre naturaleza, la igualdad de género, libertad de culto, servicios de salud, educación, seguridad y justicia para todos. El egoísmo, la explotación y la maldad eran inexistentes.
La segunda etapa inicia con la Conquista, es toda oscura y reina el mal; es la patria del criollo, que dura cuatro siglos. La tercera etapa inicia en Octubre de 1944, cuando regresa la claridad de la luz, la bondad y la justicia social revolucionaria, se impone la igualdad y la felicidad. Esta etapa de luz dura apenas una década y llega a un trágico final en 1954, con un golpe de Estado propiciado por la CIA y fuerzas reaccionarias, dando inicio al cuarto período, oscuro, donde reina la injusticia que prevalece hasta el presente. Si tan solo Guatemala pudiera regresar a la etapa uno, o a la tres, triunfarían el bien y la justicia.
La semana pasada circuló una iniciativa de ley, titulada Ley de Tierras, con la firma de tres diputados. Presentaron la iniciativa para conmemorar el 65 aniversario del decreto 900, Ley de 1952. La justificación de la propuesta sería que “es una vergüenza para el país que más de 10 millones de personas se encuentren entre la pobreza y pobreza extrema y un millón de niños desnutridos”.
Esta propuesta de reforma agraria, calco actualizado del decreto 900 de 1952, sería la respuesta. Ojalá fuera así de fácil y certero. La pobreza extrema y la desnutrición son una tragedia, remediable en el tiempo, pero no con una “reforma agraria” de este corte.
Continúan viendo la problemática con el prisma del “clamor por la tierra” de la teología de la liberación, en lugar de entenderlo como el “clamor por una vida mejor”.
Esta es la verdadera dicotomía, entre la expropiación y repartición de tierras, o la modernización y extensión de la actividad económica para crear empleo y elevar el nivel de vida, como respuesta a la pobreza. Los millones de chapines que han migrado al norte no lo han hecho en busca de tierra, sino persiguiendo el sueño de un mejor nivel de vida. Las economías más prósperas y avanzadas del planeta no alcanzaron su condición confiscando y repartiendo tierras o persiguiendo el espejismo de la soberanía alimentaria.
La Ley de Tierras, al igual que el decreto 900, contempla la nacionalización de propiedades y el otorgamiento de usufructo vitalicio a campesinos de parcelas de hasta 25 manzanas para producir el tan ansiado progreso rural y la soberanía alimentaria. La propiedad sería del Gobierno y no de los campesinos.
¿En dónde ha funcionado esto? ¿Qué efectos imprevistos tendría resucitar el decreto 900? Sería altamente disruptivo a la inversión y la economía formal, provocando fuga de capital y talento, desempleo e incertidumbre. Las invasiones, enfrentamientos y conflictividad social se incrementarían exponencialmente.
La clase política y la burocracia serían las encargadas de implementar esta “reforma”, creando enormes avenidas de discrecionalidad, abuso, clientelismo y corrupción.
La reforma agraria suena romántica, pero no es la solución a los problemas económicos y sociales de Guatemala. Es una receta para profundizar la tragedia de la pobreza que impera en el país, un retroceso que la alejaría aún más de las oportunidades del siglo que vivimos.