Proceso de búsqueda
Todos por el reencuentro, que funciona desde el 20 de mayo de 1999 y que ofrece servicios gratuitos, ha resuelto 452 casos, explica su director, el psicólogo social Marco Antonio Garavito. “Empezamos el proceso porque intuíamos que algunos podían estar vivos”, indica. “Hasta ahora, tenemos alrededor de mil 300 casos documentados de niños desaparecidos durante la guerra interna”, agrega.
Su labor se enfoca en el área ixil, Alta Verapaz, el norte de Huehuetenango —sobre todo en los sectores qanjobales y chujes—, el sur de Petén y la Zona Reina, en Uspantán, Quiché. El tiempo de resolución varía, pues algunos pueden llevar años y otros solo unos pocos meses.
El proceso, asimismo, resulta dificultoso, pues en muchos casos no hay documentos o fotografías de apoyo, ni presupuesto para hacer pruebas de ADN a gran escala. “Lo que hacemos es caminar en todas las áreas que cubrimos; conversamos con la gente, la conocemos y, de ahí, vamos atando cabos”, explica Garavito. “Mantenemos a las familias en activo, pero la táctica más importante es hablar”, refiere.
“Hay gente que nos dice ‘yo supe que a tal persona se la llevaron para allá’, así que nos dirigimos para ese lugar y empezamos a indagar”, profundiza el experto. “Se hace un mapa de búsqueda, se reúnen testimonios, referencias; todo sirve. Incluso, se ha pedido acceso a los archivos del Ejército, pero la institución afirma que todo desapareció o que no hay nada, pero sabemos que eso no es cierto”, agrega. “Si colaboraran, muchas más familiares podrían reencontrarse”.
Mientras no se brinde información, gran cantidad de casos se estancan.
Pese a ello, Garavito y su equipo continúan en la lucha. “Se han detectado casos de niños guatemaltecos víctimas del conflicto que pararon viviendo en países como Estados Unidos, Canadá, Italia, Francia, Bélgica, Suiza, Suecia, Noruega y Dinamarca”, comenta.
Uno de sus apoyos es una asociación de familiares de niños desaparecidos, la cual fue fundada en el 2007 en Santa María Nebaj, Quiché.
La niña que huyó
El día que Francisca salió de su comunidad, tan solo iba vestida con güipil, corte y caites. No llevaba dinero y solo logró sacar una mudada de ropa envuelta en una bolsa. “No recuerdo por qué me fui”, confiesa.
En cualquier caso, esa decisión la marcó emocionalmente para toda la vida. “Mi niñez y adolescencia fueron difíciles; siempre estuve sola”, expresa.
Unos meses después de su llegada a la cabecera de Huehuetenango, empezó a escuchar sobre las cosas horribles que sucedían en su tierra natal y sus alrededores: “Decían que estaban matando a la gente en Quiché y en Huehuetenango; yo quería regresar a buscar a mi familia, pero siempre me aconsejaban no acercarme, porque era peligroso”, cuenta. “En esos tiempos no había ni teléfonos fijos para comunicarse”, añade.
Ante la gravedad del asunto, a la joven no le quedó más que resignarse.
Francisca continuó su vida en Huehuetenango. Conoció a una persona con quien procreó un hijo y, hacia 1980, decidió cambiar de aires y llegó a la capital.
En todo ese tiempo pasó etapas de desesperación: “En los momentos de soledad me ponía a pensar en mi mamá o en mi papá. Quería saber cómo estaban. Si estaban vivos o si ya habían fallecido”.
Como dice Garavito, “quizás se haya firmado la paz, pero las heridas de la guerra siguen presentes; los afectados nunca olvidan”.
“Pasé muchas noches en las que sentía una presión en el pecho; estaba desesperada, no podía dormir y me ponía a pensar en mi mamá. ¿Dónde y cómo estará?”, se preguntaba continuamente.
Un día de tantos, un automóvil verde se acercó a su casa en Villa Hermosa y sus ocupantes tocaron a la puerta. “Me mencionaron que tenía hermanos vivos en la aldea Nueva Generación Maya, en Santa Cruz Barillas —en el borde entre Huehuetenango y Chiapas— y en la capital”, recuerda. Luego, con lágrimas en los ojos y voz entrecortada, termina la frase: “También me indicaron que mi mamá estaba viva”.
Con la buena noticia, se tendió a llorar: aún con el paso de más de 30 años, seguían tratando de localizarla.
“Los reencuentros se deben hacer paso a paso; las emociones son demasiado grandes y por eso deben ser manejadas por especialistas”, comenta la psicóloga Ángela Reyes, quien colabora para la Liga Guatemalteca de Higiene Mental.
A finales de julio del 2014, Francisca viajó a Cocales, Suchitepéquez, para tener la primera visita con un familiar. Para la ocasión se organizó un gran festín con adornos y almuerzo incluidos. “Al llegar me dijeron: ella es tu hermana”. Ambas se abrazaron efusivamente y las lágrimas de alegría no cesaban.
Una semana después, precisamente el 2 de agosto de ese año, tuvo otro de los momentos más felices, cuando emprendió el viaje hasta la Nueva Generación Maya, Huehuetenango, donde estaba el resto de familiares, incluida María Sales, su mamá.
Había muchos nervios. Caminaron tanto que, al menos ella, sintió que era una eternidad. Por fin, llegaron a una casita de madera. Al fondo del corredor estaba la cocina. Ahí, sentada en una silla, estaba una viejita que se frotaba las manos con ansiedad.
“Francisca, ella es su mamá”, le dijeron. De inmediato, salió a su encuentro. La viejecita apenas tuvo tiempo para ponerse de pie y Francisca, “su niña”, ya estaba ante ella, arrodillada y llorando sobre su regazo.
El mismo día que se reencontró con su mamá, Francisca volvió a ver a otros hermanos, incluso conoció a algunos de quienes no sabía de su existencia. “Ahora me siento tranquila, sin la desesperación que aprisionaba mi pecho”, dice.
A Francisca, como a miles de niños más, les cortaron de tajo sus vidas. Tuvieron familiares muertos, debieron saltarse la felicidad de la infancia y les vedaron el acceso a la educación.
Ahora, organizaciones como la Liga Guatemalteca de Higiene Metal, con el apoyo de la Cruz Roja y otras organizaciones, siguen en búsqueda de familiares que fueron separadas por la contienda bélica. “Muchos necesitan cerrar el círculo; necesitan curarse el alma”, puntualiza Garavito.