SIN FRONTERAS
15 de septiembre: De frente, ¡marchen!
Al adquirir consciencia, esta fecha se me colocó en un área de conflicto. Los recuerdos de días alegres del pasado están presentes: la luz al final del túnel empezaba a verse mientras nos acercábamos a la Torre del Reformador. El punto donde sabíamos que ya faltaba poco. El día del desfile, desde las 6 de la mañana, llegábamos todos los de secundaria al lugar de la cita, cargados con una dosis de nervios y dos de emoción. A los de La Prepa, nos tocaba empezar en la octava avenida, frente a la Cruz Roja. En cantidad, nuestro colegio era pequeño. Pero no nos dejábamos intimidar frente a los enormes pelotones del Liceo o del San Sebastián, pues llegábamos conscientes de que la fortaleza del colegio radicaba en su tradición y abolengo. Recordando ese tiempo, veo que pocos estudiantes rehuían al desfile que, la verdad, era nuestra única actividad extraescolar. Estos meses de lluvia hacen recordar la temporada de prácticas para el desfile. Para ellas, no había calendario. Como funcionaba es que, todos los días, los graduandos intentaban convencer a las directoras de dar el permiso de salir en el horario de las clases de la tarde. Algunos días sí lo daban y muchos otros no. Así, por ahí desde julio, dos o tres veces por semana, llegaba el rumor alrededor del mediodía a la clase: “¡Hay práctica!”. Nos alistábamos para salir por las calles de la zona 9, guardábamos los cuadernos, y rezábamos al dios de las lluvias para que no nos forzara a regresar a clase.
' Esos recuerdos, sin duda, se alojan en el corazón, mas no en el cerebro.
Pedro Pablo Solares
No sé qué verdugo habrá tenido la idea. Pero nuestro uniforme de gala estaba hecho de lana gruesa. Picaba la piel, era caliente, y cuando se mojaba, olía a chivo shuco. Lo usábamos tres veces al año, según recuerdo: Para los exámenes importantes, los de medio año y los finales, y para el desfile del quince de septiembre. En esa escuela fundada en 1918 por la madre de nuestras directoras, las hermanas Molina Llardén, todo estaba encaminado hacia la tradición. El lema de nuestro escudo lo refrendaba: Honor, Justicia y Lealtad. Así se inspiraba entonces la idea de poner a prueba a los muchachos en sus exámenes, no con ropa cómoda o en un ambiente aireado —para permitir que el cerebro se oxigenara—, sino envueltos en el poncho de gala. El sometimiento al sacrificio era la base de nuestra educación. Y ese salía a relucir, sin duda, en esta fecha patria. Nos tomaba como seis horas llegar marchando al colegio. Los familiares nos recibían como héroes, y entrábamos enorgullecidos por el logro, al sonar de nuestra banda de guerra, de bombos y redoblantes. En ese uniforme, había orgullo para nosotros, los jóvenes inocentes. Era gris elegante. Sus botones plateados y un cincho grueso blanco, igual que la camisa, al contraste del negro de la corbata.
Pienso en el desfile en tono alegre, pues me trae recuerdos de la niñez. Pero esos recuerdos, sin duda, se alojan en el corazón, mas no en el cerebro. Este, el de mi adultez, el que ha ido conociendo la Guatemala real, más allá del nombre, llama a reflexiones necesarias que pocos de mis compañeros hacen. ¿Qué hacíamos vestidos y actuando como si fuéramos soldados? ¿Cómo puede ser que esa fuera la única actividad extraescolar de un colegio de tanto recorrido? ¿Cómo forjó en los compañeros una atadura a la aceptación de lo inaceptable, amparada en el mandato de ser leal, incluso a lo indebido? A un país disfuncional. A un gobierno ruin. A un Estado que no puede celebrarse. Nos dolió, pero fue de aplaudir la decisión de Arzú, cuando canceló esta forma de celebración militarista. Una tradición que, si bien nos llenó de orgullo a quienes participamos de ella en el pasado, podría llamar a la reflexión hacia un futuro posible: la celebración del amor al país donde vivimos de una forma más civil, cívica y consciente. En fin, ya no somos jóvenes inocentes.