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El extraordinario antepasado que hace que los tibetanos sean diferentes de los andinos pese a vivir a grandes alturas

Hace miles de años, una familia se asentó en la cima del mundo. Vivían en la meseta tibetana, a 4.200m sobre el nivel del mar, en un sitio ahora conocido como Chusang.

La clave de la adaptación única a las alturas de los tibetanos hay que buscarla en un pasado muy lejano. GETTY IMAGES

La clave de la adaptación única a las alturas de los tibetanos hay que buscarla en un pasado muy lejano. GETTY IMAGES

Esa familia dejó una marca duradera: 19 huellas de manos y pies quedaron grabadas en el barro arcilloso que se filtraba de un manantial. A juzgar por el tamaño, el grupo familiar contenía seis individuos, dos de los cuales eran niños. Pero, ¿quiénes eran? ¿Y qué los llevó a tales altitudes?

Todo lo que se sabe es que las huellas en Chusang datan de hace 12.700 y 7.400 años, por lo que es uno de los sitios arqueológicos más antiguos en la meseta tibetana.

Pero lo que hace especial a la familia de Chusang es su aislamiento, señala Mark Aldenderfer, antropólogo de la Universidad de California en Merced. Su supervivencia es extraordinaria.

Aunque el calor del fuego podía protegerlos del frío, la familia de Chusang no podía resguardarse de un obstáculo obvio pero inevitable: el aire se hace más fino con cada paso hacia el cielo.

Pulmones con forma de barril

A más de 4.000m sobre el nivel del mar, cada respiración contiene alrededor de un tercio menos de oxígeno que otra a menos altura.

Cualquier escalador de montaña puede describir la falta de aliento que normalmente viene con la altitud.

La presión del aire disminuye cuanto más se camina o vuela por encima de la superficie del mar, permitiendo que las moléculas de gas se diseminen en todas direcciones, y el pulmón sólo puede estirarse de modo limitado hasta compensarlo.

A lo largo de muchos cientos de generaciones, las personas que viven en el altiplano andino que se extiende desde Perú a Bolivia han desarrollado pechos en forma de barril que aumentan el volumen de cada una de sus respiraciones.

Y desde finales del siglo XIX los científicos saben que su sangre está llena de glóbulos rojos y hemoglobina, las moléculas que llevan oxígeno.

Cuando el oxígeno escasea, la sangre se espesa para aumentar la cantidad que puede llevar a las células alrededor del cuerpo. Esta respuesta hematopoyética también se produce en cualquiera que decida escalar una montaña.

Y como casi toda la investigación de las condiciones de vida en las alturas se condujo por mucho tiempo en los Andes, la hematopoyesis fue vista como una respuesta universal a bajos niveles de oxígeno durante casi dos siglos.

Fue sólo a finales de los años 70 y principios de los 80, después de ir de excursión a siete aldeas en Nepal, que Cynthia Beall, antropóloga de Case Western Reserve University en Ohio, empezó a encontrar que los tibetanos no se ajustaban a esta teoría.

Como a nivel del mar

En primer lugar, carecían de los pechos en forma de barril, pero parecían respirar a un ritmo más rápido que los andinos.

Y en segundo lugar, Beall y sus colegas encontraron que los tibetanos tienen niveles de hemoglobina sorprendentemente bajos, a menudo dentro del rango de lo que es normal para las personas que viven al nivel del mar.

Aunque viven en el llamado “techo del mundo”, su estado fisiológico parecía sorprendentemente similar al de aquellos que nunca habían despegado del suelo.

Lo que al principio parece ser muy paradójico -por no mencionar potencialmente peligroso-, realmente tiene mucho sentido.
Un beneficio, por ejemplo, es el menor desgaste en sus vasos sanguíneos.

“Si usted tiene altos niveles de hemoglobina, su sangre tiende a ser más viscosa, y eso puede tener muchos efectos perjudiciales”, dice Tatum Simonson de la Universidad de California en San Diego.

Sin CMS

Un resultado posible de esta tensión adicional en el sistema circulatorio es la Enfermedad Crónica de Montaña o CMS.
Descrita por primera vez en 1925 por el médico peruano Carlos Monge Medrano, la CMS (también conocida como Enfermedad de Monge) puede afectar a personas que han vivido sin problemas en la altitud durante años.

“La gente se queda sin aliento”, explica Bell. “Se vuelven cianóticas (sus labios y extremidades se tornan azules), no pueden trabajar, no pueden dormir bien. Están muy enfermos”.

Al igual que con el mal de altura a corto plazo, el remedio para CMS es un lento descenso hacia un aire más grueso y oxigenado. Pero no es una cura.

El líquido puede haberse acumulado ya en los pulmones (edema pulmonar de altitud o EPA) o en el cerebro (edema cerebral de altitud, o ECA), o la sangre gruesa puede estar congestionada en otros órganos vitales. El peor escenario es la muerte.

En los Andes peruanos, hasta el 18% de la población desarrolla CMS en algún momento de sus vidas. Pero en la meseta tibetana ese número rara vez supera el 1%.

Explicación en el pasado

Ciertamente, la sangre delgada ayuda a reducir el riesgo de CMS, pero no es la única razón por la cual el pueblo tibetano puede vivir felizmente en tales extremos.

En 2005, Beall y sus colegas encontraron que los tibetanos exhalan más óxido nítrico en comparación con las personas que viven en los Andes y al nivel del mar.

Este gas conduce a un ensanchamiento de los vasos sanguíneos en el pulmón y alrededor del cuerpo, conocido como vasodilatación. Con más espacio, el flujo sanguíneo y el transporte de oxígeno pueden aumentar.

Y, como sugiere Simonson, ¿es posible que los tibetanos simplemente no requieran tanto oxígeno como los demás?
En 2010, al comparar los genomas de 30 tibetanos con los de una población chinos Han residentes en Pekín, Simonson pudo identificar aquellos genes que estaban asociados con la vida en altura.

En dos semanas de 2010, otros tres grupos de investigadores publicaron cada uno un estudio que encontró un puñado de genes muy diferentes entre las dos poblaciones.

Se destacaron dos genes llamados EPAS1 y EGLN1, conocidos por modular los niveles de la hemoglobina en sangre.
Después de observar más de cerca el gen EPAS1 de los genomas tibetanos, Rasmus Nielsen, de la Universidad de California, no sólo encontró que era un cambio abrupto, sino también único.

Era como si los tibetanos hubieran heredado el gen de otra especie. Y, de hecho, fue exactamente lo que sucedió.
Nielsen había trabajado en el proyecto del genoma del neandertal con el experto en ADN antiguo Svante Paabo, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig, Alemania.

Sabía que nuestra especie se había mezclado con estos primos evolutivos cercanos, y examinó su ADN en busca de la fuente del gen específico tibetano-EPAS1. No halló coincidencia.

Eso no fue tan sorprendente. Se sabe que los neandertales se aparearon sólo con los antepasados de los modernos europeos.

Para las personas de ascendencia asiática, Nielsen miró hacia los denisovanos, otra rama del árbol de la familia humana.
“Hubo una coincidencia completa”, dice.

Descubiertos en las montañas de Altai en Siberia, sólo se conocen a partir de dos dientes y un hueso de dedo pequeño, del que Paabo y sus colegas publicaron un genoma en bruto en 2012.

Los resultados demostraron que las poblaciones de Papua Nueva Guinea, Australia y algunas regiones del sureste asiático había heredado entre el 1-6% de su genoma de denisovanos.

Hace entre 50.000 y 30.000 años, algunos denisovanos y los antiguos antepasados de tibetanos y chinos Han tuvieron relaciones sexuales, combinaron sus genomas, mezclaron los genes y produjeron niños que crecerían para tener descendencia propia.

Durante las siguientes decenas de miles de años, este gen EPAS1 parece haber conferido poco beneficio a los chinos Han y sólo se encuentra en aproximadamente el 1% de la población actual.

Pero para todos aquellos grupos intrépidos que se trasladaron a la meseta tibetana, incluida la familia de Chusang, les ayudó a hacer cada respiración más fácil.

Allí el 78% de la población actual tiene esta versión de EPAS1, un gen que los separa de los que viven más abajo, pero los conecta con el pasado.

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